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Era un sueño (Iñaki Gálvez Ciria - España)


Ya era de día y el sol se hacía notar en la habitación porque las ventanas no tenían persianas. Khaled abrió los ojos ayudado por la claridad que inundaba la habitación pero los volvió a cerrar porque el sol le cegó sus ojos deslumbrados por la luz que le daba en la cara. Estando despierto pero con los ojos cerrados comenzó a pensar y los pensamientos, recuerdos y momentos, buenos momentos que a él le hacían sentirse bien, llenaron su cabeza.

Casi siempre su pensamiento y sus buenos momentos eran los mismos: el fútbol, su equipo en la aldea. Sí, él jugaba y todos en el pueblo decían que muy bien, que algún día llegaría a jugar en Europa, aunque a él no le gustaba que estuvieran continuamente diciéndoselo, en su cabeza se había construido un futuro en el que el fútbol tenía sitio preferente y, además, con ello ayudaría a su familia y saldrían de este país sin presente ni futuro, porque la única ocupación y preocupación de la gente de la aldea era vivir, y para él, además, jugar al fútbol. En realidad, para él y los chicos las prioridades estaban cubiertas jugando al fútbol todo el día.

Khaled era el mejor de la aldea, todos querían que estuviera en su equipo, incluso se comentaba que iban a venir cazatalentos de equipos de Bélgica para verle jugar, pero él no sabía dónde estaba ese país ni acababan de llegar nunca esas personas. En su cabeza siempre goles, los goles que él marcaba; los repasaba siempre mentalmente una y otra vez en su cabeza y los celebraban como habían visto en la tele a los jugadores de Europa, en la única tele que había en veinte kilómetros a la redonda y cuyo único uso que tenía era mostrar fútbol. Era alrededor de aquel aparato donde chicos y hombres se reunían a ver partidos y los seguían como si de un evento religioso se tratase, en silencio, hasta que cualquiera de los dos equipos marcaba un gol que se celebraba sin más, ya que sus cabezas no estaban viciadas con sentimientos fanáticos de ningún equipo. Celebraban el fútbol, que para ellos ya era bastante.

A Khaled le gustaba pensar que algún día se reunirían a celebrar sus goles; ésos goles sí que los celebrarían y no los de los dos equipos contrarios. Eran los sueños de un chico de quince años que había visto cómo mucha gente de la aldea se había marchado de allí, porque la única posibilidad que existía en ese lugar era vivir, vivir sin más; prosperar en esa tierra era muy difícil, lo sabían los que se marchaban y también los que se quedaban, unos porque no podían y otros a los que su cabeza y su alma no les dejaban. Era irónico que ellos se reunieran alrededor de una televisión para ver lo que ocurría en Europa con la misma actitud que un europeo ve en la televisión las noticias de la carrera espacial en Marte, algo tan lejano, inalcanzable.

Para Khaled el fútbol era el sueño de la oportunidad que el deporte rey en todo el planeta da a cualquier persona, sea de la raza y condición que sea. Él, además, era muy bueno, ningún chico de la aldea conseguía arrebatarle la pelota sin hacerle caer al suelo y todos le tenían mucho aprecio y esperanzas puestas en él.

A Khaled le gustaban estos momentos en los que con su cabeza, con sus pensamientos y con sus sueños todas las penurias del día desaparecían y se convertían en jugadas increíbles, goles que cualquier jugador profesional firmaría, celebraciones con todos sus amigos como si hubieran ganado la Copa de Europa. Estos pensamientos sólo estaban en su cabeza; cuando abría los ojos volvía al lugar que le correspondía, una aldea pisoteada por la guerra, desolada por la emigración masiva en una huida hacia ninguna parte, siempre hacia delante y sin rumbo, y su vida, la de un chico sin oportunidades.

Ya con los ojos abiertos miró a su lado y vio a todos los pacientes con los que compartía habitación, una gran habitación con veinte camas. Todos dormían todavía, pero a él la cama ya no le podía agarrar; se sacudió la manta y las sábanas de un manotazo y con un rápido movimiento se quedó sentado en el borde de la cama y sus muletas quedaron apoyadas frente a él en una silla; se estiró, las cogió y, apoyándose sobre ellas, cargó el peso de su delgado cuerpo sobre ellas y se levantó.

Ya de pie, un nudo en el estómago hizo que le temblaran sus brazos y sintió como si un gran peso aplastara su cuerpo contra el suelo, sensación que se repetía todas las mañanas del último mes. Su mirada perdida por los nervios se dirigió hacia el suelo y se atrevió a comprobar lo que tanto le aterraba ver todas las mañanas y que vería el resto de las mañanas de su vida: con el miedo agarrado en su interior como si se le hubieran fijado los tentáculos de un pulpo, vio su pierna izquierda apoyada en el suelo cargando todo el peso del cuerpo y, en su derecha, el hueco que una maldita mina había dejado entre su rodilla y el suelo. Es lo que vería siempre aunque su cabeza intentara borrarlo, cuando volviera a abrir los ojos el hueco estaría allí. Una mina, una guerra, gente con unos sueños sucios que no eran limpios como los suyos, sueños de un niño. Y pensó: “malditas minas, maldita guerra, yo sólo quería jugar al fútbol y tener mi oportunidad como todos los chicos del mundo”.

Eso era lo que quería él, no ganar una guerra ni dominar un país ni hacer daño a un desconocido que no le ha hecho ningún daño, sino dominar una pelota, marcar un gol, hacer un caño, celebrar un gol, tantas cosas que se podían hacer con una pelota y que le habían quitado. Porque le habían quitado su pierna, su sueño, su oportunidad, pero pensó que el fútbol no lo sacaría de su cabeza ningún soldado, ninguna guerra, ninguna mina, por lo menos si no acababan lo que un mes antes una mina había empezado.

Se apoyó en sus muletas y comenzó a andar al mismo tiempo que pensaba y sonreía: “quizá los que hicieron eso tampoco tenían piernas o no tenían ningún sueño, o lo que era peor, no tenían ningún balón para cumplir un sueño”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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El Abuelo dijo...

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