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Está en la miseria el hombre que cambió el curso del fútbol mundial

El ex-futbolista Jean-Marc Bosman, cuya demanda contra la normativa de transferencias en el fútbol propició la 'Ley Bosman', es alcohólico y vive de un plan social en Bélgica, según el diario británico 'The Sun'. 

Han pasado 15 años desde que Jean-Marc Bosman revolucionó el mundo del fútbol. Su caso, que terminó en la 'Ley Bosman', permitió a los futbolistas de la Unión Europea jugar libremente en otros países de este territorio sin contabilizar como jugadores extranjeros. 

Los equipos, que hasta entonces sólo podían contar con tres extranjeros, dieron un vuelco en la configuración de las plantillas. 

Corría el año 1990, cuando Bosman denunció a su club, el RFC Lieja, por reducirle su sueldo a más de la mitad e impedirle el paso al equipo francés Dunquerque, a pesar de que su contrato se había vencido. 

El jugador decidió recurrir a la FIFA y también a la UEFA para presentar una queja formal. Cinco años después el Tribunal Europeo de Justicia, dio una histórica resolución que les permitió a los jugadores profesionales europeos la posibilidad de cambiar de club al expirarse sus vínculos, actuando como agentes libres. Hoy, Bosman tiene 46 años y lucha para superar la depresión y la adicción al alcohol. 

Según indicó el propio ex jugador: "Ha sido muy, muy duro. Gané mucho dinero sobre el césped pero soy el único que tuvo que pagar y pagar y pagar".

Gordo y con una calvicie notable, Jean-Marc vive en una pequeña casa a las afueras de Lieja, Bélgica. Es su única posesión material. Ahora, su única motivación son sus hijos Martin, de casi 2 años, y Samuel, de 5. Pero no puede vivir con los niños ni con su madre, Carine, por miedo a que les retiren (a ellos) el plan social estatal. 

Los antidepresivos le ayudan a seguir adelante y, aunque dice que ha estado desde 2007 alejado de la bebida, llegó a tener serios problemas y realiza las declaraciones al diario británico 'The Sun' dando pequeños sorbos a un vaso de vino: "Solo tomo un vaso de vino espumoso en ocasiones especiales".

Sobre Bosman se dijo que llegó a tener 2 casas y 2 Porsches pero ahora sonríe cuando escucha esa afirmación: "La gente piensa que gané una fortuna pero con mi 'fortuna' no podría pagar ni un solo día de salario de Wayne Rooney". 

“Busco trabajo, pero no lo encuentro”, confesó ante el tabloide británico el hombre que dio un cambio radical al mercado futbolístico. “Wayne Rooney gana 200.000 libras por día, pero yo vivo de un subsidio", afirmó.

También es cierto que compró un Porsche de segunda mano, aunque los problemas económicos le obligaron a venderlo. "Normalmente, cuando ganas un juicio te sientes libre pero los medios en Bélgica se pusieron en mi contra tras el caso. Caí en depresión y empecé a beber más y más. Al final, sólo estaba en casa bebiendo vino y cerveza" reconoce el ex jugador.

Bosman presentó una denuncia después de que su club, el RFC Lieja, le recortara 60% el sueldo tras no autorizar una transferencia al equipo francés Dunquerque al término de su contrato en 1990.

Tras un duro y costoso proceso legal de 5 años, logró un veredicto favorable en los tribunales que cambió para siempre la manera de contratar a los jugadores de fútbol en Europa y les permitió moverse libremente entre clubes al finalizar sus contratos, actuando como sus propios agentes, lo que hizo que aumentara su capacidad negociadora y potencial para ganar dinero.

Jean Marc Bosman en su época de jugador 

Bosman fichó por el belga Charleroi en 1991, pero le pagaban menos de € 1.000 al mes por considerarle un riesgo. Cuando finalmente dejaron de emplearle, tuvo que dejar su piso en esa ciudad e instalarse en el garaje rehabilitado de sus padres, ya sin su primera esposa y la hija de ambos. 

Ahí se agudizó un deterioro personal del cual aún intenta recuperarse, a la espera de encontrar una fuente de ingresos -tal vez una nueva página web en la que promoverá el deporte amateur- que le permita mantener a sus hijos. 

Pese a su desesperada situación, Bosman asegura que no siente celos de los jugadores que ahora cobran sueldos multimillonarios beneficiados por la ley que él propició, pero admite que desearía que se le reconociera el esfuerzo que hizo, por el que lo perdió casi todo. 

Fuentes consultadas
* The Sun
* Revista "El gráfico"
* Diario digital "Urgente 24"

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Un búlgaro en Puente Alsina (Juan Sasturain - Argentina)

Todo empezó hace cuatro meses, a mediados de Enero, el primer día de entrenamiento. La cancha estaba con el pasto crecido, los arcos desnudos, las tribunas tan vacías como durante los últimos partidos del torneo anterior. Apenas era media mañana pero ya el sol apretaba, brillaba contra un cielo casi blanco sobre las montañas opacas.

En el vestuario, los vidrios rotos por el ataque final de la barra brava permitían que entrara aire y dejaban respirar un poco. No mucho.

Los muchachos estaban ahí, como invitados a una ejecución, cuando entró Gagliardi, con el tipo y saludó. Le contestó un rumor de abejas. Menos que eso.

Pero lo miraron con atención. Era casi un viejo, vestido con ropa deportiva color violeta oscuro, con inscripciones raras. Levantó la mano apenas, como si fuera un Papa que acallara a una multitud inexistente, y esbozando una leve sonrisa, empezó despacio:

Chiste es muy viejo -aclaró con las consonantes empedradas. Había dos tipos que leyeron aviso en un diario de provincias: “Señorita enseña el búlgaro”. Uno fue. Al rato volvió y el otro le pregunta: “¿Y, qué tal?”. Y el primero le contesta, cara larga: “No vayas: es un idioma”. Je.

Y dejó la sonrisa en espera, como el cómico que inicia su rutina con el chiste sutil y seguro.

Nadie, pero nadie se rió. Y eso que el vestuario estaba lleno. Incluso habían aparecido caras nuevas, lesionados al borde del olvido, algunos de los pibes de la tercera, citados para la presentación del nuevo entrenador: no menos de treinta jugadores con cara de póker. Fue un comienzo duro.

Gagliardi, el protesorero, que era el único dirigente que todavía podía entrar al vestuario sin custodia, se hizo cargo del silencio y presentó al “señor Miraslav Voltov, técnico búlgaro, ex integrante de la selección de su país, que ha desarrollado una extensa campaña en diversas partes del mundo: un auténtico trotamundos del fútbol”.

Seguro que ese viejo de pelo crespo y ojitos claros de astronauta retirado había trotado, porque las zapatillas las tenía a la miseria. Eran una especie de botines Sacachispas fabricados probablemente en el Este, que parecían haber conocido el hielo de las estepas y las arenas de El Cairo. Y el currículum del tipo, que leyó Gagliardi como mejor pudo, ratificaba que no le quedaba continente por conocer.

Los últimos años de trabajo en Centroamérica lo habían familiarizado con el idioma, con el fútbol argentino incluso, a través del contacto con Miguelito Brindisi, con Hugo Cordero, con técnicos y jugadores que andaban por allá.

Grande ilusión venir a dirigir acá -dijo el búlgaro como conclusión. Estoy seguro saldremos al pozo.

Y ahí sí hubo risas que no estaban programadas. El búlgaro también rió, distendido y sin saber bien de qué. Sin saber nada, en realidad, porque de haber sabido dónde había caído se hubiera quedado en cualquier lugar, por más que estuviera en el culo del mundo, como dijo por lo bajo el utilero Castrito.

Para estos tipos, diez dólares son una fortuna… -comentó Desimone, el lateral derecho y uno de los veteranos del plantel, mientras trotaba apenas diez minutos después-. Si no, no se explica. Nos deben tres meses y contratan un técnico extranjero… Les tiene que salir más barato que cualquiera de los últimos ladrones.

Dicen que se ofreció él -dijo casi sin resuello el arquero Perrone-. Estaba de visita en el país para las fiestas, porque tiene unos primos acá, que son del club. Arregló por seis meses: casa, comida, un sueldito y los premios. Como nosotros, si nos cumplieran.

Y siguieron trotando. Y aunque se fueron a almorzar tuvieron que volver, y cuando el sol se puso estaban ahí todavía:

Ponga, ponga… -indicaba el búlgaro, tocando rápido con los Sacachispas rusos: uno corta, uno larga… Ponga…

Y todos se cagaban de risa pero corrían.

La cuestión es que el búlgaro con su media lengua enrevesada se hizo entender bastante bien. Después de tres semanas de triple turno, haciendo fútbol todos los días, reacomodó las piezas, cambió la defensa, les enseñó un par de cosas a los laterales, mandó al nueve a los costados y, sin comprar nada, sin ir a la playa, transpirando en el estadio, armó un equipo nuevo. Ganaron un amistoso contra el campeón del regional, le empataron a Cerro Porteño de Paraguay, le ganaron a Morón y a Los Andes, que hacían pretemporada en la zona, y perdieron apenas 2-1 con el Gimnasia de Griguol. Estaban bien.

Por eso, aunque a los demás los extrañó que para la décima fecha estuvieran entreverados arriba y juntando puntos como para rajarle al descenso tan temido, en el club y en el vestuario sabían que no había misterio, que ahí estaba la mano de Voltov. El periodismo, no: no sabía nada. Perfil bajo, el del búlgaro: nunca una entrevista, siempre los sagaces ojitos grises tras anteojos negros, la cordialidad para la negativa. Un ejemplo de discreción y segundo plano.

Hasta que la semana pasada, cuando se confirmó el partido de la Selección contra los búlgaros en Vélez y se supo que venían Stoichkov, Penev, Kostadinov, todos los cracks a los que el viejo entrenador -según decía- había tenido alguna vez en equipos juveniles o conocía bien, Miroslav Voltov no pudo evitar que lo empezaran a buscar de los medios de Buenos Aires. Lo que sí pudo fue evitar que lo encontraran.

Así, el viernes cobró el sueldo, los premios atrasados y dirigió la práctica de fútbol con raro entusiasmo. Incluso se le escapó un espontáneo “¡Volvé, pelotudo!” dirigido al volante por derecha casi casi sin acento eslavo. Después se fue, como siempre, pero un poco más apurado. Incluso se olvidó el bolso en el vestuario. Cuando se lo alcanzaron a la casa, ya no estaba.

Lo demás, ya se sabe: vinieron con cámaras, con apuro, con malas noticias. Que un imbécil pendejo investigador en busca de fama haya descubierto que el verdadero entrenador búlgaro Miroslav Voltov murió hace dos años en Guatemala no le interesa a nadie en el club. Ni a los dirigentes, ni a la hinchada, ni a los jugadores.

Muchos ahora se llenan la boca hablando de fraude y estafa. En el vestuario de los vidrios rotos, en cambio, se preguntan quién los motivará el sábado con el “ponga, ponga” mientras contemplan, testimonios de abandono, las auténticas Sacachispas trotamundos y el buzo rojo oscuro e Industria Argentina, como debe ser.

(tomado del libro “Pelotas chicas, pelotas grandes” de Juan José Panno, Editorial Colihue)

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Furmiga, el fútbol de las hormigas (Pedro Pablo Sacristán - España)


* Cuento infantil

Por aquellos días, el gran árbol hueco estaba rebosante de actividad. Se celebraba el campeonato del mundo de furmiga, el fútbol de las hormigas, y habían llegado hormigas de todos los tipos desde todos los rincones del mundo. Allí estaban los equipos de las hormigas rojas, las negras, las hormigas aladas, las termitas... e incluso unas extrañas y variopintas hormigas locas; y a cada equipo le seguía fielmente su afición.

Según fueron pasando los partidos, el campeonato ganó en emoción, y las aficiones de los equipos se fueron entregando más y más, hasta que pasó lo que tenía que pasar: en la grada, una hormiga negra llamó "enanas" a unas hormigas rojas, éstas contestaron el insulto con empujones, y en un momento, se armó una gran trifulca de antenas, patas y mandíbulas, que acabó con miles de hormigas en la enfermería y el campeonato suspendido.

Aunque casi siempre había algún problema entre unas hormigas y otras, aquella vez las cosas habían llegado demasiado lejos, así que se organizó una reunión de hormigas sabias. Estas debatieron durante días cómo resolver el problema de una vez para siempre, hasta que finalmente hicieron un comunicado oficial:

"Creemos que el que todas las hormigas de un equipo sean iguales, hace que las demás actúen como si se estuvieran comparando los tipos de hormigas para ver cuál es mejor. Y como sabemos que todas las hormigas son excelentes y no deben compararse, a partir de ahora cada equipo de furmiga estará formado por hormigas de distintos tipos".

Aquella decisión levantó un revuelo formidable, pero rápidamente aparecieron nuevos equipos de hormigas mezcladas, y cada hormiga pudo elegir libremente su equipo favorito. Las tensiones, a pesar de lo emocionante, casi desaparecieron, y todas las hormigas comprendieron que se podía disfrutar del deporte sin tensiones ni discusiones.

(mi agradecimiento al autor, Pedro Pablo Sacristán, por autorizarme a publicar este hermoso cuento)

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El amor platónico de Bill Shankly

Bill Shankly, autor de las citas más audaces e ingeniosas de la historia del fútbol, se hizo hombre en East Ayrshire, Glenbuck, Escocia. Creció en el seno de una familia humilde de diez hermanos, tuvo una infancia durísima, llena de calamidades, y eso forjó en él un carácter tan crudo como irónico. No pudo darse un baño en condiciones hasta los quince años, trabajó a destajo en la mina y encontró en el fútbol, la válvula de escape perfecta para alegrar su complicada vida.

Shankly, un futbolista discreto, pronto entendió que su vocación estaba en el banquillo. Su primer equipo fue el Grimsby Town, luego pasó al Workington y más tarde, en 1956, ficharía para ser entrenador de un equipo modesto, el Huddersfield. Fue allí, en ese equipo, donde Shankly hizo debutar a un muchacho de clase obrera, con pies alados, mala leche y un descaro sobrenatural con la pelota en los pies.

Se llamaba Denis Law, era escocés, había crecido en un barrio marginal de Aberdeen y sólo tenía quince años. Después de unos cuantos partidos, Shankly habló con el presidente del Huddersfield, le pidió retener a cualquier precio a aquel muchacho y le dio un consejo:

-Oiga Presidente, saque su diario y anote esto. Algún día, Denis Law será transferido por 100.000 libras esterlinas.

El presidente no le hizo caso, Denis Law terminó en el Manchester City. Quizá inspirado en aquella jugarreta de aquel presidente, Shankly llegaría a definir a los directivos del fútbol de un modo tan crudo como lapidario:

“La Junta Directiva ideal estaría compuesta por tres hombres: dos muertos y un agonizante”.

Finiquitada su experiencia con el Huddersfield, el bueno de Shankly aceptó el reto de dirigir al entonces modestísimo Liverpool, un equipo sin grandes expectativas que deambulaba por la Segunda división inglesa. Allí fue donde forjó su legendario carácter ganador, donde se convirtió en el manager más famoso de todos los tiempos y donde dejó, con carácter vitalicio, el germen ganador de la filosofía Shankly.

En Liverpool fue donde obligó a su mujer, el día de su boda, a asistir a un partido… de Segunda División. En Anfield fue donde Bill implantó la costumbre de levantar a sus jugadores a las ocho de la mañana para que vieran, son sus propios ojos, cómo trabajaban los mineros de Liverpool. Y en ese club fue donde Shankly instauró reuniones con sus jugadores media hora antes de saltar al campo. Les hacía arrodillarse y les hablaba. Les hablaba de boxeo. De combates históricos, de boxeadores heroicos, de fajarse, de no rendirse. De respeto. De jugar y ganar. De ser los mejores.

Sin embargo, en toda la carrera de Shankly, sólo existió un sueño deportivo irrealizable. Fichar para su Liverpool a aquel descarado escocés que debutó de su mano en el Huddersfield. Shankly había profetizado en 1956 que ese niño prodigio, ese tal Denis Law, algún día valdría 100.000 libras.

La profecía se cumplió el 12 de Julio de 1962, cuando el gran rival del Liverpool, el Manchester United de Matt Busby, fichaba a Law por 115.000 libras esterlinas, una suma de dinero que escandalizó al mundo, y que acabó con el sueño de Shankly.

Denis Law ficha por el Manchester United, a su derecha Matt Busby

Aquel fichaje relámpago el United resultó muy doloroso para Shankly, cuyo ojo clínico ya había vaticinado el talento de Law. Con el tiempo, el patriarca de Anfield, acabaría rendido a la elegancia y clase de su compatriota escocés.

"Law es tan bueno -afirmaba Shankly- que podría bailar en una cáscara de huevo".

No hablaba por hablar. Denis Law inspiraba un fútbol alegre, contagioso, eléctrico y preciso. Alejado del cánon cavernario del patea y corre británico, se convirtió en una especie de volante atípico, más afín al arquetipo latino que al fogoso extremo de Las Islas.

Tan discontinuo en su rendimiento como letal en el área, el fútbol de Law fue el complemento perfecto para el talento de los otros dos grandes talentos del United: Bobby Charlton y George Best. Juntos pero no revueltos, Best, Charlton y Law formaron un triunvirato perfecto, armónico, imparable.

Lo que la política fue incapaz de conseguir, lo unió el fútbol, y un norirlandés, un inglés y un escocés fusionaron su magia, su carisma y su genialidad al servicio de una misma bandera, la del Manchester. Aquellos tres cruzados del Imperio Británico alzaron la Copa de Europa de 1968, y fue fueron considerados como el tercer corazón de Inglaterra, según la prensa de la época, después de Su Majestad La Reina y de The Beatles.

Charlton era el oportunismo, el estajanovismo, la tradicional flema inglesa y el liderazgo en el campo. Best era un genial e irreverente futbolista, un tipo con pie de terciopelo y una cabeza mal amueblada. Law, amén de su grave lesión de rodilla y de su permanente mala leche sobre el terreno de juego, era el goleador inesperado, la chispa adecuada, el tipo capaz de encender a la masa, el interruptor que conectaba una máquina de hacer fútbol.

Su miopía nunca fue un problema cerca del área, sus quiebros eran tan bruscos que hacían descarrilar defensas y su visceralidad le convirtió en uno de los fundadores del histórico club de futbolistas a los que hoy se conoce por ‘Bad boys’ (Chicos malos).

Law, el chico que creció en un barrio modesto de Aberdeen, llegó a hacer realidad el cuento de Cenicienta y se convirtió en una de las estrellas fugaces más brillantes de toda la historia del Imperio Británico. Amó al fútbol por encima de todas las cosas. Vistió la camiseta del Huddersfield, se hizo futbolista en el Manchester City, pasó una temporada en el Torino italiano, alcanzó la gloria con el Manchester United y por último, en su última temporada en activo, decidió colgar las botas en Maine Road, el hogar del Manchester City.

Además de ser internacional por Escocia en 55 ocasiones, Law disputó en toda su carrera un total de 587 partidos, anotando la friolera de 300 goles. Fue Balón de Oro en 1964. Ningún otro escocés ha logrado volar tan alto con una pelota en los pies. Bautizado como ‘El escocés volador’, Law ganó prestigio, fama y dinero durante los años sesenta.

En Julio de 1974, el padre deportivo de Law, el mítico Shankly, anunciaba su retirada del Liverpool. Ese día, los aficionados colapsaron la centralita del club y los trabajadores de las fábricas locales amenazaron con ir a la huelga si no regresaba su héroe, pero Shankly consideró que había llegado el momento de pasar más tiempo con su mujer Ness y su familia. Shankly ganó todo, pasó a la historia como el mejor manager de todos los tiempos, y su Liverpool jamás caminará sólo. Sin embargo, al bueno de Bill siempre le atormentó no haber podido conseguir el fichaje de Denis Law para su Liverpool.

Fue su amor platónico, el sueño frustrado e imposible de toda su vida. Law nunca llegó a jugar para el Liverpool. Fue el único sueño que Shankly no pudo alcanzar.

(publicado en el blog “Siempre fútbol” del lunes, 12 de Enero de 2009)

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Los ravioles del domingo para ser un buen deportista (Nelson Castro - Argentina)

Recuerdo ese domingo de Marzo de 1952, como el día en que conocí a un crack por primera vez. Terminado el almuerzo salí al jardín de mi casa a ver los trenes que pasaban por enfrente, y jugar a la clásica "bolita".

Vivíamos en Quilmes, en la calle Hipólito Yrigoyen 1228, y los trenes pasaban para la ciudad de La Plata con gente para el hipódromo y alguna cancha (Estudiantes o Gimnasia), y a su vez con hinchas del equipo que hacía de visitante a Constitución.

Frente a casa, en la vereda, había un frondoso árbol que daba mucha sombra y se sentía mucha música, subiéndome a la parecita y reja del frente, veo bajo el árbol a un hombre limpiando un Mercedes Benz de la época color verde aceituna con un trapo, sacándole la tierra, y la radio del auto a 'todo trapo' escuchando tangos.

La tarde de sol daba para la siesta, pero a mí no me gustaba, este señor me resultaba cara conocida y silbaba junto con los tangos, entro y le digo a Tito, mi papá: "en la vereda hay un hombre limpiando un auto y me resulta cara conocida", mi padre trabajaba en la agencia Chevrolet de Quilmes y pensó que podría ser alguien de la agencia, cuando sale lo ve y me dice: "se llama Félix Loustau y es de la Máquina de River".

Tito se acerca y le pregunta si ese domingo no jugaba, eran cerca de las 14 y los partidos comenzaban a las 15.30, "Sí" -le contesta -lo que pasa es que vine a comer unos ravioles a la casa de unos amigos a Berazategui, y las calles eran de tierra y se me ensucio el auto-, a todo esto, los trenes pasaban repletos para ambos lados con hinchas tanto de fútbol como "burreros".

El 'crack', con un balde que le había prestado Tito, seguía limpiando tranquilamente su auto, y yo mirando a ese hombre que tantas veces había escuchado por la radio en las voces de Bernardino Veiga y Fioravanti.

Terminada la limpieza, don Félix le agradeció el agua a Tito, subió a su Mercedes verde oliva y se perdió en el fondo de la avenida Yrigoyen rumbo al Monumental escuchando los tangos de la época. Nos quedamos con el vecino comentando lo de los ravioles y si llegaría a tiempo para el partido.

La expectativa fue grande hasta el momento que River salió a la cancha y el comentarista dijo: "Labruna y Loustau", no estuvimos tranquilos, yo ya era hincha de Boca y de Quilmes, pero tener la suerte en esa época de charlar con un ídolo y jugador internacional de selección en la vereda de tu casa, no era cosa de todos los días; cada vez que el relator decía la "la agarra Loustau" mi viejo decía "ya se le bajaron los ravioles" y hasta que terminó el partido estuvimos al lado de la radio esperando su gol.

¡Cómo cambiaron los tiempos!, hoy las concentraciones, prácticas y dietas hacen un atleta que cobra millones, y si se toma un tinto con el doping lo defenestran para todo el viaje... no creo que la raviolada de Félix con sus amigos ese domingo fuera acompañada de agua o leche, creo que más bien fue con unos buenos tintos y "tuquito" con bastaste pan, parados horas después sentir en el Monumental su nombre coreado por miles de hinchas que nunca se enteraron que su ídolo era de buen diente y gran tanguero.

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