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Palabra del fútbol desnudo (Salomón Valderrama Cruz - Perú)


El fútbol es un desnudo,
piel invisible, deporte extraño,
a más,
absurdo y casi divertido.

Allí los límites,
las fronteras apareadas,
apaleadas,
de las religiones,
autonomías gubernamentales
(de imaginación impuesta)
y status monetario,
no existen sino únicamente en las líneas,
silbatazos,
que definen los penales,
los tiros de esquina,
los fuera de lugar,
los tiros libres y uno que otro escupitajo,
codazo o pisada en el beso de la,
más pura,
madre para no seguir perdiendo o,
al menos,
para intentarlo.

Pervertir con la,
magistral,
gambeta,
hacer volar idea,
existencia,
con forma de planeta,
patear planetas camino a la imaginación con el único,
inconmensurable,
propósito de correr para meter un Gol.

Tan simple como eso y no al revés.

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Hace tres décadas, por esta misma época, el ambiente futbolero de Cali como ciudad y del Deportivo Cali como institución, estaba enfervorizado con la presencia en las filas del equipo ‘azucarero’ del nuevo jugador argentino Ernesto Juan ‘El Cococho’ Álvarez, un hombre del medio campo, de exquisito y sutil manejo del balón, independientemente de su virtuosismo y efectividad en la ejecución de los tiros de esquina.
Con escasos 27 años en ese tiempo, casado con Margarita María Izaurralde y padre de dos pequeñas niñas, ‘El Cococho’ Álvarez heredó tal sobrenombre, por el simple hecho de tener el mismo apellido del famoso jugador uruguayo de su mismo apellido.
Álvarez se inició en el equipo Pueblo Nuevo de su ciudad natal. Poco tiempo después pasó a Estudiantes de La Plata, conjunto con el cual tuvo la feliz oportunidad de salir campeón intercontinental de clubes en 1968. Pasó más adelante a las toldas del equipo Colón de Santa Fe.
Su primera experiencia internacional fue jugando para Emelec del Ecuador en el año 1974. Con este equipo, en la Copa Libertadores de América, logró su primer ‘gol olímpico’, jugando frente al Cuenca del mismo país.
Cuando Juan Ernesto ‘El Cococho’ Álvarez llegó a Colombia, era un hombre moldeado futbolísticamente hablando, por técnicos de reconocido prestigio en nuestro medio como Juan Eulogio Urriolabeitia, jugador del mismo Deportivo Cali, Oswaldo Juan Zubeldía, forjador de grandes figuras en el Atlético Nacional de Medellín y el ‘Piojo’ José Yudica. ‘El Cococho’ Álvarez se vinculó a las filas del Cali, cuando al frente de la orientación técnica estaba el famoso ‘flaco’, Néstor Raúl Rossi, a quien jamás había tenido como entrenador.
Ernesto Juan Álvarez, un hombre con 1,79 metros de estatura y 80 kilos de pesos, inauguró su serie de históricos goles, el domingo 29 de Agosto de 1976, al cumplirse la 6ª fecha de la primera ronda del certamen ‘Finalización’. En el estadio ‘Pascual Guerrero’ Deportivo Cali superó al Cúcuta Deportivo por marcador de 3-2. El primer gol ‘olímpico’ del juego lo concretó ‘El Cococho’ Álvarez a los 25 minutos del tiempo inicial, en el arco sur del estadio sanfernandino, frente al portero Roganti. Fue el estreno del eficaz medio campista argentino. Después llegarían más anotaciones de la misma factura.
En ese tiempo el medio campo del cuadro de Rossi estaba conformado por Oswaldo Calero (ya fallecido), Diego Edison Umaña y la nueva contratación, Ernesto Juan ‘El Cococho’ Álvarez.
La consagración definitiva de este brillante volante ofensivo, como goleador ‘olímpico’, se hizo realidad la noche del 20 de marzo de 1979, en partido de la Copa Libertadores de América, frente a Quilmes de la Argentina. Cali ganó por marcador de 3-2. En el arco gaucho de Bernabé Adolfo Palacios, el gran ‘Cococho’ Álvarez hizo el gol de la victoria, cuando restaban solamente 11 minutos para la conclusión del juego.
En el Deportivo Cali jugó un total de 226 partidos y marcó 35 goles. Después de su paso por el equipo ‘Azucarero’, prestó sus servicios a Huracán de Buenos Aires y de regreso a Colombia actuó en el Deportes Quindío y el Cúcuta Deportivo. En nuestro medio conquistó seis goles ‘olímpicos’.
Pocos jugadores netamente zurdos, tan talentosos, de tan excepcional forma de pegar al balón, como Ernesto Juan ‘El Cococho’ Álvarez, un hombre que hizo época en el balompié nacional.

(artículo del periodista colombiano Tobías Carvajal Crespo, publicado en el sitio “Arco triunfal” del 30 de septiembre de 2006)

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Actualmente, la posición fundamental en el fútbol es la de mediocampista central, porque de ahí parte el ordenamiento para recuperar y manejar el balón; no es extraño que a muchos futbolistas de gran técnica los estén poniendo a jugar en esa posición, como por ejemplo es el caso de Juan Sebastián Verón o de Esteban Cambiasso.

(ROBERTO PERFUMO, ex futbolista argentino y actual comentarista de fútbol en TV)

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Los campeonatos los ganan los jugadores. El técnico podrá ayudar, guiar, aconsejar, pero jamás debe olvidar que los que están adentro son ellos y no uno.

(STEFAN KOVACS 1920-1995, célebre entrenador rumano, creador del "Fütbol total")

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Para un jugador de fútbol (Banchero Andersen - Uruguay)


Su estropeado esqueleto yacía en el calor mientras imaginaba cosas así, mientras pensaba que había que empezar todo de nuevo, buscar algo, y sólo encontraba los recuerdos.

Presurosa y menuda, poquita cosa más que una niña, casi le daba pena verla subir la cuesta de la calle bajo el sol a plomo de las siestas del verano, ocultando por momentos su vestido blanco, la prisa de sus pasos, detrás de las mezquinas islitas de sombra de los árboles. Más allá del reverberar del aire en la resolana iba su prisa, su figurita blanca, y fueron todas las siestas de aquel verano que cuando ella desaparecería a lo lejos, la calle quedaba sola de toda soledad.

Después se iba adensando el perfume de los jazmines, de las madreselvas y revivía el olor del campo bajo las sombras azules, violáceas, que se extendían lenitivas sobre la tierra ardiente, mientras las hojas verdes se balanceaban sobre la calle en la ilusión de frescura que creaba la virazón y alguna vez pudo imaginarse que las cosas esperaban que las lejanas sirenas de las fábricas la devolvieran a la calle, al barrio.

Veía todo aquello desde la esquina del boliche donde perdía las tardes junto al Cebolla y Miseria y algún otro vago como ellos y nunca se le hubiera ocurrido, nunca hubiera pensado que él mismo era un vago, si la mujer del bolichero no le hubiera dicho delante de todos que la muchacha no se iba a andar fijando en el primer atorrante que le hablara.

Escuchaba a Gardel en la gangosa radio del boliche y se confundía, se identificaba con todos los protagonistas de letras de tangos y amores infortunados; acaso alguna vez lloró por el parecido de los tangos con lo que a él le estaba pasando.

Eso fue casi todo, así de simple, simplificado por los inevitables olvidos.

Tirado sobre el caluroso colchón mojado por el sudor de su espalda, bajo las recalentadas chapas del techo de lata, el recuerdo, el sueño, tenían el mismo olor a la sombra, a la cerveza rancia de las botellas vacías en los casilleros apilados en el depósito de la cantina donde él dormía, en un rincón que los hermanos Arrieta, los cantineros (los dueños del club, se decía) le habían cedido.

Podía ver por la puerta entreabierta del casi ruinoso galponcito unas guías de la parra, lacias en el aire caliente, en la luz verde que filtraban las hojas entre las que ya habían colgado los parlantes, los amplificadores para el baile del sábado, para que los tangos, las milongas y los valses llovieran sobre los bailarines, sobre el torpe susurro de los pies en las baldosas rojas del patio.

También aquello pertenecía a los Arrieta, aquel calor, la rancia sombra más calurosa que la intemperie que él ahora estaba usurpando porque el mayor de ellos, el más gordo, se lo había dicho:

-Vos no vas a poder jugar más.

Lo había sabido todo el tiempo que pasó con la pierna inerte, monstruosamente hinchada por el yeso y el resto del cuerpo como un ligero apéndice atormentado de esa pierna, menos aquella parte de él que miraba girar lentamente en el techo la claridad de los días de afuera o, a veces, oía la lluvia resbalando del otro lado de la pared, pisoteada por los neumáticos, asordinando las bocinas en la calle donde había un letrero amarillo con letras negras: "silencio, hospital". Imaginando la misma lluvia en las laderas, en un barrio, una calle única entre todas las calles del mundo donde, a pesar de todo, iban a seguirse sucediendo las estaciones, iban a ocurrir otros veranos con jazmines y lentas hojas abanicando sin refrescar el aire.

Había pagado todo aquello, el techo de lata, el olor de los restos de bebidas dulzonas y hasta las cucarachas, jugando al fútbol por el club y ahora el gordo había tenido que darle a entender que lo estaba usurpando.

"Cuando me vaya, el gordo hijo de puta va a contar hasta las cucarachas -pensó-. No sea que yo me vaya a llevar alguna".

Justo entonces, en aquel partido en que, antes de empezar, el gordo lo había llamado aparte, no bien salieron del precario vestuario de lata.

-Mirá que te vinieron a ver de Nacional -le dijo.

Detrás de uno de los arcos, debajo de los eucaliptos, había un grupo de tipos hincados timbeando al seven-eleven, y parte del público, los muchachones, se habían entreverado en los peloteos preliminares porque la cancha no tenía tejido, era un cuadrilátero marcado con cal en medio de un campo con caballos sueltos y algunos ranchitos desperdigados, escondidos detrás de los ligustros.

Ahora el gordo le miraba aquella pierna que todavía arrastraba, pensando, seguramente, en los pesos que le hubieran tocado al club por su transferencia.

"Como si yo no fuera el más jodido en este asunto -pensó-. El único jodido".

Fue en las primeras jugadas. Cebolla levantó el centro y la pelota pareció quedar por un segundo suspendida del cielo, más alta que los eucaliptos, más alta que todas las cosas cuando él se metió entre las camisetas azules del otro equipo y de pronto se dio de boca contra el pasto. No oyó ningún crujido de huesos, nada, y todavía no era dolor, era una sensación, casi de pesadilla, de no poder moverse, la pelota había quedado a dos o tres pasos de él, al nivel de su vista y grande como un planeta, como todo un mundo que todavía no se daba cuenta que se le estaba escapando, quieta sobre la raya blanca del área chica. Y de pronto se encontró rodeado de piernas forradas de medias de lana, y veía allá arriba, invertida contra el cielo, la cara sudorosa, angustiada del Cebolla, mientras alguien gritaba, aproximándose en el sol:

-¡No lo muevan! ¡No vayan a moverlo!

Tenía una cara simpática el Cebolla, pecosa, de un rubio sucio, que la hacía parecer a la cara mal lavada de un chiquillo. Quizás creyera que tenía algo de culpa en aquello, aunque nunca lo dijo, no decía otra cosa que:

-Vas a ver que vas a seguir jugando. Vas a ver...

La primera vez que había ido a verlo al hospital con un paquete de cigarrillos y una botella chata, de esas de usar en el bolsillo de atrás del pantalón, llena de caña, se había quedado un rato callado, tratando de no mirarle la pierna enyesada, y de repente tuvo un arranque.

-El penal lo erré, hermano. Lo tiré como para matarlo, te juro.

Su expresión era tan sincera, tan dolida, que él no quiso decirle que ya no tenía ninguna importancia.

Más allá de la pared salpicada por la sombra de la parra, los Arieta proseguirían arreglando la sede para el próximo baile, colgando del techo y las paredes tiras de papeles de colores, globos y farolitos. Iba a tener que irse antes de la noche del sábado, y no era sólo que los Arrieta se lo iban a exigir y en último caso le iban a tirar la cama y el colchón al medio de la calle. Era que no iba a poder soportarlo.

Todo eso; sobre todo los tangos flotando sobre los tristes perfumes de peluquería de barrio, sobre el torpe susurro de los pies irremediablemente divorciados de la música, sobre las muecas, establecidas y desilusionadas, conque los bailarines iban a jugar al amor mientras él yacía allí, solo entre las cucarachas.

Se removió sobre el caliente y húmedo colchón. Un rayo de sol, polvoriento y oblicuo, había empezado a entrar en el galponcito, y en la calle, lejanamente, habían empezado a despertarse los ruidos del verano, la corneta de un heladero, los gritos de unos botijas, que le permitieron recordar exactamente, un repecho con mezquitas sombras que el sol achataba rabiosamente en las veredas.

-Y cantaba Gardel cosas así de tristes -se dijo.

No era la calle, la figurita blanca, ahora el sueño era la pena. Era un cielo de tarde de domingo hacia el que se encumbraba mientras los vociferantes relatores deportivos repetían su nombre por toda la ciudad y acaso también a lo largo de aquella calle desde algunas radios encendidas detrás de los cercos. Era el sueño lo que evocaba, su pena ya sola en el mundo, ya sin dueño, mientras su estropeado esqueleto yacía en el calor.


(tomado de “El País Cultural”, Montevideo, Nº 499 -28 de Mayo de 1999-)

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El 22 de Mayo de 1974 Inglaterra y Argentina se enfrentaron en el viejo estadio de Wembley dentro de una gira previa al Mundial de Alemania que realizó la selección albiceleste por Europa.
En un momento del partido Vladislao Cap, entrenador de la visita, tuvo intenciones de hacer ingresar a René Houseman (foto); pero miró al banco y no lo encontró... le preguntó a uno de sus colaboradores "¿y René dónde está?", mientras le hacía un gesto para tranquilizarlo el masajista dijo "no se preocupen, ya vuelvo" y se fue hacia al vestuario; al minuto "el Loco" salió al campo de juego para hacer de las suyas.
Según explicó después, se había ido a fumar ahí dado que tenía entendido que afuera estaba prohibido.

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Estoy muy emocionado porque no todos los días se viaja a Europa.

(FRANK LOBOS, ex futbolista chileno, cuando lo entrevistaron en 1995 previo a una gira de la Sub-20 chilena a los Estados Unidos)

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Pelé es muy conocido por las tonterías que dice, es gracioso, no hay que hacerle caso. Romario dijo que Pelé es un poeta callado. Yo le he respetado. Pido a Dios que cuando deje el fútbol no quiero ser una persona amargada que comenta y dice tonterías de la actualidad. Quiero ser recordado por lo que he hecho.

(RONALDO, internacional brasileño)

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El jugador de fútbol (Pavluk Arkady Grigorievich - Ucrania)

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Que gire la pasión (Ignacio Copani - Argentina)

* dedicado al Club Atlético Peñarol

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Uno de los grandes goleadores de la historia del fútbol argentino fue el cordobés Manuel Pelegrina, quien se consagrara en Estudiantes de La Plata, logrando 221 conquistas.
Se inició a mediados de la década del '30 en el club Lavalle de Córdoba, destacándose por su poderoso remate de zurda. Sus actuaciones lo llevaron a integrar al seleccionado provincial.
Rosario Central se mostró interesado a incorporarlo a su plantel, pero los dirigentes de Estudiantes de La Plata les ganaron la iniciativa y se lo llevaron a ‘la ciudad de las diagonales’.
Pelegrina llegó a Estudiantes en 1938 para sustituir al legendario Enrique Guayta.
A partir de 1942, Peregrina integró una delantera que entusiasmó a los hinchas ‘pincharratas’. Gagliardo, Negri, Infante, De Sagastizábal (en 1945 se incorporó Arbios y más tarde Antonio) y Pelegrina.
Sus goles provocaron gran interés en los directivos de San Lorenzo, pero en Estudiantes quisieron conservarlo en el equipo.
En 1953 pasó a Huracán, donde convirtió 10 goles, llegando al final de su trayectoria con un total de 231 tantos. Volvió a Estudiantes en 1955, finalizando al año siguiente su exitosa campaña en Primera División.

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Y una cosa es comprometerse y otra es prometer, cosa que han estado manejando algunos (medios) que han dicho que yo he prometido; yo no prometo nunca nada, simplemente lo que sí es que nos comprometemos. Muy diferente es comprometerse a prometer.

(HUGO SÁNCHEZ, el 26 de junio de 2007, cuando no pudo ser campeón de la Copa Oro con la selección de México, a la que dirigía por entonces)

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El fútbol es uno de los muchos signos que se basan en la mentira. Canibaliza y carnavaliza la cultura -utilizando sus mismos sistemas de representación según una serie de reglas propias y arbitrarias- para hacerla participar en un juego que algunos se toman muy en serio y que a veces tiene graves consecuencias.
Se fomenta y se busca sistemáticamente la rivalidad a toda costa. Los conflictos sociales y políticos pasan a formar parte de la violencia competitiva entre grupos de seguidores enfrentados. El objetivo es superar a un igual por el derecho a reclamar honor y status en el seno de las hinchadas rivales y entre éstas.

(tomado del libro “Umberto Eco y el fútbol" de Peter Pericles Trifonas)

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Cuando en Cuba se jugaba al fútbol


En Cuba, durante los gobiernos de Prío Socarrás y Fulgencio Batista, en el arranque de la década que culminaría con la revolución de Castro y Guevara, floreció una efímera liga profesional en un país sin tradición aparente ni continuidad futbolera. Y no faltaron -como siempre sucede en cualquier lugar del mundo- las presencias argentinas, jugadores más o menos oscuros o conocidos que en la memoria de espontáneos historiadores dejaron huella de buen fútbol en una isla que no usa potreros.

Todos eran argentinos, como el Che. Viajaron a Cuba cuando ya alumbraban las ideas revolucionarias, un puñado de años antes del desembarco que lideró Fidel Castro a bordo del “Granma” y que culminó con la gesta de Sierra Maestra. Habían viajado a la isla sin el propósito de sumarse a la insurrección, pero sí con el afán de ganar dinero jugando al fútbol. Desde Buenos Aires partieron empujados por la huelga de 1948, la misma que provocó un éxodo masivo hacia Colombia de las principales figuras como Alfredo Di Stéfano y Adolfo Pedernera.

Un tal Boby Maduro, nacido en las Antillas Holandesas, precursor entre los intermediarios que hoy abundan como plaga, había tenido bastante que ver en esa aventura. Sus nombres, atesorados en la memoria de Juan Antonio Lotina, cubano, entrenador y pieza clave en la asociación de su país, han vuelto a cobrar vida en páginas repletas de estadísticas. Algunos estudiosos de aquí, como el periodista Alejandro Fabbri, contribuyeron para completar las trayectorias de estos hombres que, cuando en La Habana gobernaban Carlos Prío Socarrás y Fulgencio Batista, escogieron la efímera liga profesional de fútbol cubana como escenario para mostrar su juego.

“Amadeo Colángelo fue un futbolista extraordinario, el mejor de los argentinos que pasó por aquí. Llegó para la temporada de 1949-1950 y jugó en el Centro Gallego...”, cuenta Lotina desde Cuba, quien dirige la sección de Historia y Estadísticas del fútbol en su país. Se refiere a un entreala izquierdo -hoy sería un volante de creación- que integró el plantel de Boca entre 1955 y 1957, jugó 18 partidos y marcó 7 goles. Colángelo había surgido en Ferro cuando el equipo de Caballito militaba en el Ascenso y su campaña en Argentinos Juniors -posterior a su retorno de Cuba- le valió que el club de la ribera lo contratara al año siguiente. No era para menos. Había convertido 60 goles en 55 encuentros durante el torneo de Primera B, una marca que en la actualidad sería casi imposible de igualar. Chacarita, el campeón de la misma categoría en 1959 y El Porvenir en 1960 también contaron con él.

La Liga cubana se mantuvo entre 1948 y 1953, el año en el que fracasó la toma del cuartel Moncada. El primer campeonato lo jugaron cuatro equipos: Puentes Grandes -que ganó el título en tres temporadas sucesivas-, Fortuna, Juventud Asturiana e Iberia. Hasta que el fútbol profesional desapareció, se agregaron Centro Gallego (campeón de 1951) y Marianao. Casi todos contaron con el aporte de jugadores argentinos que incluso se quedaron en Cuba cuando la Liga finalizó. Aquéllos fueron tiempos de visitas deportivas ilustres, como las del Real Madrid y el Botafogo de Brasil. Lotina recuerda que “el estadio Latinoamericano de La Habana convocaba a 25 o 30 mil personas para ver a esos jugadores argentinos de mucha calidad. También había uruguayos, mexicanos y haitianos”.

Los pioneros que llegaron desde la Argentina entre 1948 y 1949 fueron Alberto Soto y Raúl Torrens, este último un volante izquierdo, cuyo rastro se pierde hasta 1956. Ese año jugó para El Porvenir, donde marcó cuatro goles en cinco partidos. Pero el grupo más nutrido arribó a la isla una vez comenzada la década del 50, cuando ni siquiera se había iniciado la segunda dictadura de Batista.

Juan Carlos Carrera integró el equipo de la Juventud Asturiana, el último campeón del profesionalismo cubano. Mediocampista ofensivo, había tenido una trayectoria respetable antes de jugar en Cuba. Entre 1945 y 1946 formó parte del plantel de Racing, donde hizo 28 goles en 18 partidos. Luego pasó por Newell’s (1947), Banfield (1948) y Atlanta (1949-51). Carrera tuvo como compañero en aquel conjunto de la colectividad española que residía en Cuba a Américo Belén, quien no es la “Bruja”, aquel delantero de Racing que se consagró campeón en 1959. El Belén menos conocido había jugado básicamente en el Ascenso, en clubes como Quilmes, All Boys y Talleres de Remedios de Escalada. Era un volante central de carácter y que no escatimaba poner la pierna fuerte cuando los partidos se ponían fuleros.

El memorioso Lotina, primo lejano del entrenador vasco que dirige en la actualidad al Celta de Vigo (Miguel Ángel Lotina), matiza sus recuerdos de aquella Liga cubana con algún comentario sobre la época: “Batista no se ocupó del fútbol ni nada de eso. No había apoyo ni presupuesto. Quienes conducían los principales equipos que tenían base en la colectividad española eran dueños de fábricas o empresas que les pagaban un salario a los jugadores extranjeros. Recuerdo que algunos, como los argentinos Torrens, Soto y Pelegrino se quedaron trabajando en Cuba o se casaron. Yo mismo llegué a entrenar con el Iberia en la etapa profesional”. El último de los futbolistas mencionados, Benjamín Pelegrino, jugó cuatro partidos como arquero en la primera de San Lorenzo durante 1948.

Del lustro de fútbol rentado que tuvo la tierra de José Martí ya casi no quedan huellas, a no ser por el trabajo de recopilación que ha ido desarrollando Lotina y que ansía editar algún día en un libro. Podría afirmarse, como sostienen aquellos que lo tratan a diario, que nadie conoce como él la historia del fútbol cubano. Martín Mendizábal, un periodista deportivo argentino que reside en La Habana y colabora con la Asociación de ese país, puede dar fe. Y el propio entrevistado lo corrobora cuando evoca la visita a Cuba de Vélez Sarsfield a mediados de la década del 20. De esa época (1924) data la fundación de la entidad que rige su fútbol y que se afilió a la FIFA en 1932. Seis años después y cuando se cernía sobre Europa la amenaza del nazismo, el seleccionado cubano jugaría su único Mundial. Ocurrió en Francia, donde el 9 de Junio de 1938 superó primero a Rumania por 2 a 1, para luego caer goleado por Suecia con un lapidario 8 a 0.

Por entonces, el fútbol cubano era tan amateur como ahora. El béisbol y el boxeo lo superaban con holgura en popularidad, tanto como sucede hoy. Sin embargo, durante el último Mundial de Corea y Japón, el pueblo siguió con mucho interés las campañas de Brasil y la Argentina, por sobre los otros equipos. En la isla, el actual campeonato está estructurado de acuerdo con su división administrativa -juegan dieciséis equipos de catorce provincias- y el último campeón salió de Villa Clara, la ciudad donde se hizo fuerte el Che en plena lucha revolucionaria.

Una pequeña curiosidad que los biógrafos del Comandante nacido en Rosario, hincha de Central y arquero en sus escasos ratos libres, no pasarían por alto.

(artículo del periodista Gustavo Veiga, publicado en el diario “Página 12” del lunes 10 de Marzo de 2003)

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El recordado relator deportivo argentino José María Muñoz -1914/1992-, tuvo un accidentado debut en el periodismo, fue en 1946 en cancha de Barracas Central, en un encuentro entre el local y Banfield por la máxima categoría del ascenso en donde Muñoz hacía de corresponsal en ese estadio.
Como en el estadio no había teléfono, Muñoz debía llegar hasta el aparato de una casilla del ferrocarril, después de saltar una alambrada y recorrer más de 100 metros. Así, pasaba el informe gol a gol y volvía rápidamente a seguir viendo el partido.
No era su día de suerte, ya que Banfield, ganó por 5-2 y él se la paso corriendo de un lado al otro. En uno de esos viajes se enganchó en el alambre y se hizo un ‘siete’ en el pantalón.
La reparación histórica llegó en 1982 cuando el club Barracas Central lo premió con una sugestiva plaqueta que rezaba “El pantalón de oro” después de agradecer, el popular “Gordo” Muñoz recordó con gran claridad aquella tarde que por esos tiempos "era el único que tenía".

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Ustedes hablan del hijo... el padre jugaba diez veces más. ¡Ese sí era un fenómeno! No le podías dar un metro. Jugaba de puntero, enganchaba para adentro y ¡chau! El hijo no tiene nada que ver con el padre.

(JUAN MARTÍN MUJICA, ex jugador de Nacional de Montevideo, recordando en 'Ovación digital' del 24/06/09 sus duelos con Estudiantes de La Plata por Copa Libertadores de América a fines de la década del 60 y en particular a Juan Ramón Verón, padre de Sebastián)

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Al acabar el partido, los "tifosi" me han desnudado y tocado. Los entiendo, yo también lo habría hecho y me hubiera tocado a mí mismo.

(SALVATORE "Totó" SCHILLACI, opinando sobre su dulce momento durante el Mundial de Italia 1990)

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Yo soy Fontanarrosa (Juan Villoro - México)


-Te van a expulsar, pendejo -me dijo Kafka.

Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka y los consejos de Chéjov, que de nada servían.

Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras, Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego dijo:

-Te va a fundir.

Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba en condiciones de discutir.

Jugábamos en un potrero con más hoyos que pasto, no lo digo para disculparme -todo el mundo sabe que las condiciones del terreno afectan por igual a los dos equipos- ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos, de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.

Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor. Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.

Carezco de fuelle y el dribling es una habilidad proletaria que desconozco. Me faltan potencia y picardía. Mi estilo es europeo, pero del tipo portugués. Ni muchas carreras ni muchos desbordes. Pases elegantes, alguna que otra pared, un fútbol de clase que no siempre se aprecia.

Por desgracia, yo parecía un portugués en Angola. Todas las canchas populares de México están en África. Había que oír esos gritos y ver esa tierra agrietada: una contienda inter-tribus donde cada encontronazo hacía que una espiral de polvo subiera al cielo como una plegaria primitiva. ¡Y así querían que marcara al extremo izquierdo!

Cuando conocí al equipo, me impresionó el porte de uno de los centrales, Tolstoi. El tipo parecía La guerra y la paz. A su lado estaba Ben Okri. Tenía facha de basquetbolista y terribles ojos color carbón.

No sé quién es Okri. Soy escritor pero leo poco porque no quiero influenciarme. Supongo que es un africano. En el fútbol está de moda tener africanos. Además, esa cancha era perfecta para un prófugo de los leones.

Al otro lado, de lateral izquierdo, se movía el inquieto Kawabata. Un zurdo natural que disparaba diagonales imprevistas. Tampoco he leído a Kawabata, pero vi una película supercachonda basada en un texto suyo.

Nuestro 10 era Cortázar. La verdad, era el único con idea de lo que hacía. Tocaba el balón como si hubiera nacido en Argentina. Un crack. Lo malo es que sus pases iban a dar a Joyce, un presuntuoso que se sentía hecho a mano. Cortázar le puso el balón en bandeja y Joyce disparó a las nubes, o al cielo gris donde debería haber nubes. Luego sonrió como si sus errores fueran geniales.

Aunque los demás también se equivocaban, desde el principio se ensañaron conmigo. Por ahí del minuto 28, el extremo izquierdo me rebasó con facilidad, siguió de largo y Tolstoi y Ben Okri le salieron al paso. Los centrales demostraron lo que puede la fuerza bruta ante un jugador habilidoso: lo hicieron sándwich. El árbitro decretó penalti.

Así nos metieron el primer gol. 28 minutos sin gol podía ser visto como una proeza para nuestro equipo, pero Hemingway, que solo se animaba cuando había un conato de bronca, me vio con esos ojos que en las canchas reglamentarias significan: "nos vemos en los vestidores" y en las canchas donde no hay vestidores significan: "te voy a partir la madre", sin que haya que precisar el escenario.

En la siguiente oportunidad en que el extremo izquierdo se quiso lucir, traté de meterle una zancadilla pero me salió una patada. Vi la tarjeta amarilla. Entonces fue cuando Kafka me dijo que me iban a expulsar por pendejo.

...El era nuestro capitán. Siempre he respetado los códigos del fútbol, pero no me gustaba que un tipo con pelo de roedor (de hámster, para ser exacto) pusiera en entredicho su autoridad haciéndole caso a Chéjov, que me ordenaba como si fuera Johan Cruyff:

-¡Abre la cancha!

¿Sabía él que dos horas antes yo estaba fumando mi quinto cigarro del día? ¿Que la coca y el trago me ayudan a vivir, siempre y cuando eso no implique correr? ¿Que la barriga me pesa como si fuera de otra persona? ¿Que la última vez que visité a mi ex mujer el elevador estaba descompuesto, tuve que subir por la escalera y llegué arriba con una cara tan preocupante que ella se abstuvo de insultarme?

Obviamente no sabía nada... El era Chéjov, instructor de inferiores. A su lado, Kafka parecía dispuesto a enviarme a una colonia penitenciaria.

Jugaba por mi libertad, como todos los hombres de palabra verdadera, según dice el Subcomandante Marcos. Pero yo enfrentaba un desafío superior: estaba arrestado en la cancha.

Nuestro equipo llevaba nombres de escritores en los dorsales. Eso era especial. Más especial era que mis diez compañeros trabajaban en la policía.

Alguna vez le dije a mi ex esposa (entonces mi novia) que el fútbol significaba un estado de ánimo. He llorado con los goles del Cruz Azul y mi única fractura se debió al fútbol (pateé el refrigerador cuando nos eliminó el Santos). Afición no me falta. Cada vez que atravieso un parque y veo niños jugando, anhelo que se les vaya la pelota para devolvérselas con un toque que considero maestro, aunque le pegue al carrito de algodones de azúcar.

Lo que me molesta es correr. El organismo se degrada con ese desgaste disfrazado de ejercicio. Correr envilece y correr en el trópico o a dos mil metros de altura envilece dos veces. Los mexicanos debemos caminar.

El problema, mi problema, es que ese partido podía ser la salvación. El fútbol regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado.

La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.

A pesar de las señales en contra, salí a la calle, y no solo eso: salí con el Mecate. Me pidió que lo acompañara a Ciudad Moctezuma a ver a un mecánico baratísimo.

El coche del Mecate revela que ya consultó a un mecánico baratísimo, pero necesitaba otro, a 15 kilómetros de donde estábamos, para cambiar el claxon que sonaba como si tuviera gripe.

Todo esto resulta indigno de figurar en una historia, pero cuando uno se siente en deuda hace cosas indignas de figurar en una historia. El Mecate enseña Educación Física en una secundaria donde las tres maestras de Español están enamoradas de él. Gracias a eso, recomiendan mis libros juveniles y una vez al año me invitan a un auditorio donde reúnen a mil lectores cautivos. Entonces siento un poder magnífico. Con el Mecate iría a la Patagonia.

Hicimos hora y media de camino. En el desayuno, yo había bebido una cafetera completa. Cuando pasamos junto a la Cabeza de Juárez, me estaba orinando. Apenas pude disfrutar la vista de ese horrendo monumento, el cráneo colosal del Benemérito de las Américas montado sobre un arco que lo hace ver aún más alucinatorio. Aunque no advertí toda la fealdad en su espectacular detalle, la imagen resultó profética.

Entramos a un inmenso conglomerado de casitas de dos pisos donde la planta baja es ocupada por un negocio y la azotea por perros, antenas y tinacos. Cuando llegamos al taller, me pellizcaba la mejilla para que el dolor me distrajera.

Minutos después oriné sobre un montón de piedras. El taller mecánico estaba junto a un sitio donde hacían lápidas para cementerios y figuras de yeso.

Un hombre desesperado puede orinar entre futuras tumbas. Un hombre muy desesperado puede orinar sobre una estatua de Benito Juárez. Fue lo que hice.

Me gusta contar el tiempo en las orinadas largas. Mi récord son dos minutos. Iba en el segundo 98 cuando alguien me tocó la espalda. Me volví y oriné los zapatos de un policía.

-Mira nomás, pendejo -el policía señaló sus pies; luego señaló lo que yo había tomado por una piedra. ¿Ya viste?

-¿Qué?

-¡Measte a Juárez!

Me acuclillé para ver la piedra y comprobé que, en efecto, se trataba de un busto en miniatura del Benemérito de las Américas. A su lado estaban Morelos con su pañuelo en la cabeza, Carranza con sus barbas, Allende con sus patillas. ¿Cómo no los había distinguido?

Cuando me incorporé, un pelotón rodeaba al policía. Me vieron como si mis orines hubieran apagado la flama del Soldado Desconocido.

Los policías estaban ahí para escoger una lápida en memoria de un compañero acribillado. La ocasión era solemne. Eso me lo dijeron después. En ese momento solo criticaron lo que yo había hecho. Orinar una propiedad privada (ajena) es delito. Mancillar un símbolo patrio es un delito peor.

Los policías de Ciudad Moctezuma llevaban un uniforme algo distinto al de los del D. F. Pero eso los distinguía menos que otro detalle: eran juaristas convencidos. Mi suerte había sido pésima: la cabeza de Juárez es la que más se parece a una piedra redonda.

El celo histórico de los uniformados se confundía con el abuso de autoridad, pero un sexto sentido me indicó que decirlo podía ser nocivo para mi salud.

Me llevaron a la patrulla sin que pudiera despedirme del Mecate. En el camino a la delegación, politizaron mi arresto. Me recordaron que la izquierda mexicana es juarista y que Ciudad Moctezuma está regida por la izquierda. El gobierno federal no le perdonaba a Juárez haber separado la Iglesia del Estado, ni haber sido indio.

-La derecha es discriminatoria -dijo un policía.

-Yo no discrimino a nadie -me defendí.

-¡Te measte en Juárez!

-Fue un accidente.

-No hay accidentes, solo hay consecuencias -contestó otro policía.

Pensé que era una cita. Luego me pareció discriminatorio suponer que si un policía dice algo raro es una cita. Guardé silencio para no parecer antijuarista.

No fuimos a la delegación porque hubo un 28 y un 04. Eso dijo el radio. La patrulla se desvió primero a una licorería que había sido asaltada y luego a una escuela donde encontraron una mochila con mariguana "que no era de nadie". Vi trabajar a los policías durante hora y media con dedicación. Esto resquebrajó algunos prejuicios que tengo sobre las fuerzas armadas.

La siguiente sorpresa vino cuando me preguntaron a qué me dedicaba.

-Soy escritor.

-¿Le gusta el fútbol? -preguntaron, como si hubiera relación entre las dos cosas.

-El fútbol es un estado de ánimo -dije, para demostrar que soy escritor.

La frase no les interesó. Uno de los policías me escrutó como si buscara mis obras completas en el nacimiento del pelo:

-A ver: ¿quién escribió La vorágine?

Estaba muy nervioso y aún no me acostumbraba a respetar a la policía. Cuando el uniformado dijo "La vorágine" pensé que, en su condición de iletrado, malpronunciaba un título francés, algo así como “La vorange”. Como no sé francés, no quise ser pedante ni arriesgarme en falso con un autor:

-No sé.

No creyeron que fuera escritor.

El operativo 28 y el 04 retrasaron a la patrulla en su principal meta del día: un partido en cancha grande.

No les daba tiempo de dejarme en una celda y tuve que acompañarlos.

En el trayecto sonó el radio:

-"Houston, tenemos un problema".

Luego siguió una conversación que la estática volvió incomprensible.

-Llevamos un elemento -el policía que iba al volante dijo en su radio.

Fuimos los últimos en llegar al campo. Los demás ya estaban vestidos, con camisetas a rayas azules y negras, como el Inter de Milán.

-Nos falta un jugador -me explicó el policía que me había arrestado.

Fue así como me entregaron la camiseta de Fontanarrosa.

-Para ponértela, tienes que aprender esto -me dieron una tarjeta.

El ayuntamiento izquierdista había lanzado un peculiar programa de promoción de la lectura entre los policías. Les daba uniformes a condición de que portaran nombres de escritores. Para vestir la camiseta, había que saber quién era el autor que la respaldaba. Después del partido se celebraba una velada literaria.

Leí mi tarjeta: "Roberto Fontanarrosa fue un humorista que ayudó a pensar en serio. Dibujó las series de “Boogie el aceitoso” y “El renegau”. Hincha del Rosario Central, escribió inmortales cuentos de fútbol. Su libro Una lección de vida resume en su título lo que dejó a sus lectores. Cuando murió, las barras pidieron que el estadio de Rosario llevara su nombre. Se reunía a hablar con los amigos en el Café Egipto. Ahí, una taza no deja de echar humo, por si el Negro regresa".

Hace años escribí una nota un poco displicente sobre Una lección de vida. Quería mostrarme como escritor sofisticado y no me pareció correcto elogiar a un caricaturista. Ahora, la camiseta con su nombre podía congraciarme con los policías. Me la puse como una segunda piel.

El policía que había conducido la patrulla resultó ser Chéjov. Justo cuando pensaba que un buen rendimiento en el partido podría salvarme se acercó a decir:

-Estás arrestado. Vas a jugar, pero arrestado.

¿Puede alguien sobreponerse a semejante presión? Tenía tantas ganas de hacer las cosas bien que las piernas me temblaban.

He omitido un detalle que no me queda más remedio que decir. Cuando los policías me detuvieron, les ofrecí un billete de cincuenta pesos. Me vieron con el rencor de un pueblo especialista en sacrificios humanos. Entonces les ofrecí cien, pensando que había un problema de cotización.

-No aceptamos sobornos: esto no es el D. F.

Había caído en un andurrial donde la norma era inflexible. Cuento esto para que se comprenda mi angustia en la cancha: esos policías no me iban a perdonar así nomás. Todo les parecía grave. Eran fanáticos juaristas que no se corrompían y esperaban que yo frenara al extremo izquierdo.

Me apliqué en la marca, como si me entrenara el dictatorial Lavolpe, pero fui rebasado, metí el pie en un agujero, tropecé con Tolstoi, la pelota me rebotó en la espalda y el enredo se convirtió en un pase para el centro delantero rival: 0-2.

En el segundo tiempo la vista se me nublaba de cansancio pero no me rendí. En algún minuto impreciso recibí un balón elevado, lo maté con el pecho y chuté con efecto. El balón salió como un planeta en miniatura, girando sobre su eje, y fue a dar al rincón donde anidan las arañas. En caso de contar con redes, aquello se hubiera visto como un golazo. El único problema es que esa era mi portería.

Hemingway llegó dispuesto a matarme.

-"Los valientes no asesinan" -cité la frase con que Guillermo Prieto salvó la vida de Benito Juárez.

Debo reconocer que los policías juaristas respetan sus principios: Hemingway me perdonó la vida.

Se podría pensar que el marcador de tres goles en contra, las condiciones del terreno y mi escasa capacidad de respirar en ese aire cuajado de polvo podían desanimarme, pero no fue así. Corrí por mi libertad, me barrí aunque no fuese necesario y fracturé al extremo izquierdo.

El árbitro fue sádico: en vez de sacarme la segunda tarjeta amarilla y luego la roja, me sacó directamente la roja para enfatizar mi torpeza.

Ya dije que en Ciudad Moctezuma hay leyes que se respetan. Cuando un futbolista es expulsado se le suspende dos partidos, aunque se trate de una liga amateur y las porterías no tengan redes. Por mi culpa, el verdadero Fontanarrosa se iba a perder lo que quedaba del campeonato.

Salí de la cancha corriendo, para no retrasar el juego y permitir que mis compañeros anotaran tres goles para empatar. Atrás de mí venía Kafka.

Se dirigió a un maletín de utilero y sacó unas esposas.

Pasé el resto del partido encadenado a un poste.

Ya sin mí, el equipo recibió otros dos goles, pero ellos no reconocieron que les hice falta. Después de los tres pitidos finales, volvieron a verme con ojos de sacrificio mesoamericano.

Por primera vez consideré una suerte que respetaran la ley. Un poquito de impunidad habría bastado para que me asesinaran.

¿Qué podía hacer para calmarlos, recitar la frase famosa de Juárez: "El respeto al derecho ajeno es la paz"? Guardé silencio y eso me ayudó.

Después del partido, el equipo debía asistir a la tertulia literaria. Tampoco ahora había tiempo para llevarme a la delegación.

Los acompañé a un salón de la presidencia municipal. Entramos en uniforme, con caras de policías goleados, más tristes que las de los futbolistas.

Me sentaron entre Kawabata y Okri. En ese momento, ocurrió algo desagradable: Jorge Linares entró al estrado por una puerta lateral.

Los policías aplaudieron su llegada. A continuación, uno por uno se pusieron de pie, dijeron el nombre del escritor que llevaban en la espalda y recitaron su biografía. Cuando me tocó mi turno dije:

-Yo soy Fontanarrosa.

Linares me vio con atención. Nos conocíamos de nuestros inicios literarios... El es de Colima y recibimos juntos la beca Jóvenes Creadores del Occidente.

A pesar de sus ojeras, los dientes manchados de tabaco, el pelo ralo y la frente arrugada por sus fracasos literarios, Jorge era reconocible. Más difícil resultaba que me ubicara a mí, con la camiseta del Inter, en un equipo de policías de Ciudad Moctezuma.

Recité lo que recordaba de la tarjeta. Jorge sabía de memoria las biografías porque él las había escrito. Me vio con incertidumbre, como si tratara de recordar algo.

Lo que quería recordar era lo siguiente: en 1998 nos peleamos por Fontanarrosa. Me acuerdo bien porque fue el año del Mundial de Francia. Jorge era entonces jefe de redacción de una revista que desprecio pero donde a veces publico porque soy plural. Escribí para ellos la reseña de Una lección de vida. Jorge la rechazó con estos argumentos:

-No te atreves a decir que el autor te gusta porque te parece populachero y tú quieres ser el escritor más fino de Zamora. El epígrafe de Adorno no viene al caso: lo pusiste para lucirte.

El comentario me molestó por veraz. Había leído a Fontanarrosa con gusto y mis reparos eran caprichosos (lo acusé de colonialista por escribir "mejicano" en vez de "mexicano" ). Sin embargo, en ese momento pensé que Jorge quería bloquear mi carrera, me odiaba por ser un mejor escritor del Occidente y solo se interesaba en Fontanarrosa por estar enfermo del fútbol.

Poco después, Jorge dejó el trabajo de jefe de redacción, se fue como corresponsal al Mundial de Francia y comenzó el sostenido hundimiento que ha sido su trayectoria. No volvió a escribir cuentos. Adquirió la deleznable notoriedad de un cronista de fútbol y apareció en programas deportivos donde parecía intelectual porque nadie lo entendía. Mientras él se sometía al declive de alguien que solo concibe una metáfora si incluye un balón, yo aprovechaba el tiempo de otro modo. No puedo decir que me haya consagrado, pero soy uno de los autores juveniles más leídos de México, especialmente en la escuela del Mecate, y el año pasado recibí la Mazorca de Plata para autores del Occidente. Si ahora Jorge Linares me odia es por envidia.

Después de que recitamos las biografías, él leyó unos textos que hicieron reír mucho a los policías. En la sección de preguntas y respuestas, mis compañeros de equipo revelaron que lo habían leído con admiración, y no solo a él, sino a otros autores que mencionaron al lado de Zidane y Figo. Al terminar la lectura, rodearon a Jorge para pedirle autógrafos, como si fuera Maradona.

Cuando lo dejaron libre, él se acercó a preguntar:

-¿Qué haces aquí?

-Yo soy Fontanarrosa -repetí, como si no pudiera decir nada más.

-Un grande -dijo él.

-Grandísimo -agregué, con tardía sinceridad.

En ese momento el Mecate entró a la sala. Me había buscado por toda Ciudad Moctezuma y al descubrirme gritó mi nombre como un náufrago que ve una gaviota.

La expresión de Jorge no cambió:

-¿Qué haces aquí? -insistió.

-Me arrestaron -contesté, y le conté mi historia.

Los policías le tenían respeto a Jorge. Nos dejaron hablar, sin interrumpirnos ni acercarse a nosotros. La situación cobró tal rigidez que ni siquiera el Mecate se aproximó. Fue un momento extraño, como cuando los capitanes de los equipos discuten en la cancha y nadie se les acerca. Una pausa dramática en la que dos rivales resuelven algo urgente. Segundos después volverán a odiarse. En ese instante, concentran las miradas del estadio entero y sus compañeros aguardan como estatuas.

¿Hay mayor tensión que la de los enemigos que acuerdan algo? Ese diálogo no califica como una jugada; al contrario: suspende el partido, ocurre fuera del tiempo, en una lógica paralela, inescrutable, que agrega un elemento extraño, que nadie desea pero contra el que no se puede hacer nada, un pacto oscuro y preocupante, el de los adversarios forzados a coincidir. Así nos vieron los demás, o así quise que nos vieran.

Cuando acabamos de hablar, Jorge se dirigió a los policías y me dejaron libre. Ellos lo hubieran obedecido en cualquier cosa. Pude regresar a casa, en el coche del Mecate, al que ahora le sonaba el claxon cuando caíamos en un bache.

¿Qué fue lo que Jorge Linares me dijo en aquel conciliábulo? Contó que había perdido la facultad de escribir historias. No se le ocurría nada. Solo podía narrar lo sucedido en una cancha de fútbol. Me pidió mi historia a cambio de mi libertad. Acepté porque no me quedaba más remedio:

-"Una lección de vida" -recité.

Jorge me dio un abrazo. Olía a tequila y a jabón barato.

Sentí lástima por él. Luego me irritó no haberme dado cuenta de que lo mío era una historia.

Al despedirse, Jorge se hizo el interesante:

-Un defensa debe dejar que pase la pelota o pase el jugador, pero no a los dos. La literatura es igual: a veces pasa la historia, pero no el autor.

El hijo de puta se quedó con mi cuento. No digo que yo lo hubiera escrito como Borges, pero sí como un mejor escritor del Occidente. Modestia aparte, él tiene el tema, pero no tiene mi voz.

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Pocas veces algún club boliviano tuvo en su seno a una gran figura internacional de la talla de Osvaldo Potente, un verdadero crack argentino que, pese a que estuvo por espacio de sólo unos tres meses, dejó imborrables recuerdos para los hinchas atigrados y los del fútbol en general.
Osvaldo Potente o ‘Patota’ como era y es conocido, sobrenombre que le viene desde niño porque lo pronunció así para nombrar a la ‘número 5’, tuvo sus inicios en las inferiores de Boca Juniors de Argentina.
‘Patota’ fue un jugador exquisito, un genio de ésos que ven la segunda jugada antes de la primera, con una gran pegada con la pelota en movimiento, nunca se arrugaba. Integró un equipo de lujo, junto a Trobbiani, Ferrero, Ponce, Nicolau, Rogel, García Cambón, Sánchez entre otros, dirigidos por Rogelio Domínguez, que no fue campeón por esas cosas del destino, según aseguran entendidos en la materia.
En un recordado clásico, le ganaron 5-2 a River que en esos tiempos tenía entre sus estrellas a Perfumo, Fillol, Merlo, Alonso, JJ López y muchos otros jugadores de renombre. Potente llegó a jugar en la selección contra España 1-1, en el debut de Menotti. En un clásico en 1975, la hinchada de River tiró un chanchito con la casaca número 10 en la espalda, representando a Potente, que era un tanto petiso y regordete. En ese partido ‘Patota’ le metió un gol de tiro libre a Fillol con el que salieron triunfantes.
En 1976 y tras un altercado con la dirigencia de Boca y pese a tener ofertas de clubes italianos, se fue a Rosario Central hasta 1978, cuando se produce su resonante pase a The Strongest de La Paz que se había clasificado, junto a Oriente Petrolero para la Copa Libertadores donde enfrentaron a los equipos peruanos.
El debut de Potente se produjo con un lleno total del estadio “Hernando Siles”, en un equipo en el que brillaban Ovidio Messa, Luis Galarza, Jorge Lattini, Bastida, Eduardo Angulo, Luis Iriondo y muchas otras grandes figuras del fútbol nacional. Al no haber pasado a la segunda fase, Potente regresó a Boca Juniors, que era entrenado por Juan Carlos Lorenzo, habiendo jugado de nuevo la Copa Libertadores.
Como muestra de su valía es necesario recordar que tras la salida en 1980 de Potente, Boca contrató a Maradona en su puesto.
Luego jugó en un tiempo en San Lorenzo de Mar del Plata, clasificando para el nacional. Después de un frustrado pase al fútbol mexicano se retiró, realizando luego el curso de Director Técnico.
Actualmente es copropietario de la fábrica de trofeos “Potente Hermanos” en la capital argentina, que realiza trabajos para diferentes disciplinas deportivas y también para especiales ocasiones.

(anécdota tomada del diario boliviano “El deber”)

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Hay dos clases de enemigos del fútbol: los enemigos mortales, que lo consideran una evasión y los enemigos morales, que van más allá, como una evasión de la realidad; el fútbol es sospechoso de inocular sueños de irrealidad.

(VICENTE VERDÚ, escritor y periodista español)

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Cuando tienes la suerte de conocer un club como el Barça, su historia, o su gente, no lo puedes olvidar en tu vida.

(FRANK RIJKAARD, entrenador holandés, "Mundo Deportivo", Abril de 2007)

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Beckham (de penalti) - 5ª parte


Dave Seaman se levantó y continuó jugando. Habían estado un buen rato dándole asistencia médica. Si hubiésemos seguido jugando sin pausa, habríamos estado en el vestuario cuando Brasil empató. De hecho, estábamos esperando oír el silbato cuando sucedió. Recuerdo que el balón venía hacia mí por la línea de banda, justo dentro de su campo. Lo había lanzado un jugador de Brasil intentando pasársela a Roberto Carlos, pero se le había desviado un poco. Estaba seguro de que iba a ser saque de banda para Inglaterra, lo cual, a segundos del descanso, habría sido mejor para nosotros que tener la pelota en juego. Cuando Danny Mills se adelantara para alcanzarla ya habrían expirado los cuarenta y cinco minutos. Roberto Carlos se lanzó a por la pelota, yo di un salto para intentar que el brasileño impactara con el balón y éste saliera por la banda y así conseguir el saque a nuestro favor. No sé cómo, Roberto Carlos metió el pie y logró mantener la pelota en juego. Y yo ya estaba fuera de la jugada.

Los brasileños echaron a correr casi desde medio campo, esquivaron a Scholes y le pasaron la bola a Ronaldinho, que estaba a unos veinte metros de nuestra área de penalti. Éste hizo un amago a Ashley Colé para que perdiera el equilibrio. Corrió hacia Rio y luego le pasó el balón a Rivaldo, que estaba a su derecha. Sin detenerse, sin tomar impulso, Rivaldo atrapó la pelota tan deprisa que Dave Seaman y los defensas que lo cubrían no tuvieron ocasión de interceptarlo. No podíamos habernos dejado marcar un gol en peor momento.

En lugar de regresar eufóricos al aire fresco del vestuario, con una ventaja que defender o aumentar, nos habían desmoralizado. La expresión de los rostros de los jugadores de la selección inglesa lo decía todo: “Estamos hechos polvo. No nos queda nada”.

Volvía a pasarnos lo mismo que durante todo el Mundial: jugábamos nuestro mejor fútbol durante la primera parte de los partidos y luego nos quedábamos sin energía tras el descanso. No estoy seguro de cuánto fue físico y cuánto mental, pero sí sé que ese gol de Rivaldo en Shizuoka nos destrozó. Y no creo que hubiera nada que pudiera haberse dicho ni hecho durante el descanso para cambiar eso. Sven se puso a hablar uno a uno con los jugadores alicaídos, cabizbajos. Cuando se dirigió a todo el equipo, fue directo al grano:

-Hemos jugado bien. Tendríamos que ir ganando por 1-0. Tenemos que arreglar las cosas, asegurarnos de no dejar que nos metan goles tontos, y así tendremos una oportunidad.

A Sven nunca le ha gustado gritar, no es un técnico que haga aspavientos. Puede que no sea tan apasionado como Alex Ferguson o Martin O'Neill, pero es tan resuelto como ellos a la hora de ganar partidos. No es de los que asusta a los jugadores y los zarandea. Prefiere inspirarlos, darles confianza, conseguir que estén desesperados por jugar. Su método le ha funcionado durante toda su trayectoria profesional en el fútbol de clubes y sólo hay que echar un vistazo a su historial de partidos de competición para ver que también está funcionando con la selección.

Steve McClaren también trabajó duro esos veinte minutos. Sé que Sven lo respetaba mucho, y eso quería decir que Steve era tan libre de expresar sus opiniones como el seleccionador. No hay entrenador ni técnico que puedan dar a los jugadores de cualquier vestuario lo que no tienen: su trabajo es hacer que encuentren lo que necesitan en su interior. En Shizuoka se podía haber buscado una chispa, pero no se habría encontrado ninguna. Sencillamente no la había.

Salimos en la segunda parte con la convicción y la energía agotadas. Volvía a ser como contra Suecia: nos cruzamos de brazos. No lográbamos mantener la posesión del balón y no podíamos avanzar.

Cuando las piernas van solas, las acompaña la cabeza. Sin embargo, eso también funciona a la inversa. Esa tarde, en el terreno de juego, la temperatura era de más de 38 grados; intentar mantenerse concentrado era como tratar de no entornar los ojos al mirar al sol. No teníamos ninguna posibilidad. El golpe que habíamos recibido al conceder ese gol le había dado a Brasil el impulso que necesitaba. Salieron del descanso jugando como si ganar fuese sólo cuestión de tiempo. No tenemos excusa y no creo que hubiésemos podido hacer nada, en términos de preparación, que hubiese logrado cambiar el resultado de esa segunda parte. Brasil se fue haciendo cada vez más fuerte a medida que subía la temperatura. Al final del partido ya nos habrían exprimido toda la vida que nos quedaba.

Aun así, tuvo que pasar algo muy extraño para que nos vencieran. No hubo ni un jugador de la selección inglesa que se rindiera, a pesar de que, cuando las cosas suceden como ocurrieron en el minuto quince de esa tarde, empieza uno a pensar: “Éste no va a ser nuestro día”. Brasil consiguió un saque de falta a casi cuarenta metros de nuestra área de penalti y hacia la izquierda. Nos organizamos para defendernos de un pase cruzado. No se podía imaginar siquiera que, desde esa posición, el jugador intentara un tiro a puerta.

Yo estaba a casi quince metros de Ronaldinho, mirándolo de frente. En cuanto chutó el balón vi que le había salido con efecto: un pase cruzado que había salido mal y se estaba acercando a la portería. Sucedió muy despacio, como si la pelota tuviera que abrirse camino a través del calor para llegar adonde se dirigía. Cuando la vi pasar describiendo una parábola por encima de mi cabeza hacia el poste más alejado, tuve tiempo para que todas las posibilidades se agolparan en mi mente: “Se queda corta. Va directa a los brazos de Dave. Está desviada”. Y por último: “Podría entrar, seguro que no va a...”.

Se produjo un silencio inquietante mientras la pelota pasaba por encima de Dave Seaman y se colaba entre su cabeza y el larguero. En ese momento estaba seguro de que había sido por chiripa. Ahora que he vuelto a verlo, ya no estoy tan seguro. Sin duda, ningún jugador en el campo, tanto de uno como de otro bando, tenía la menor idea de lo que podía pasar. Incluso antes de que la decepción por haber encajado ese gol nos hundiera, un pensamiento cruzó por mi mente. “A Dave Seaman lo van a crucificar por esto. Si perdemos, habré sido yo en 1998, Phil en 2000 y Dave en 2002. Otra vez la misma historia”.

Cuando me había incorporado a la selección inglesa, seis años antes, Dave Seaman había sido uno de los jugadores que más se había entregado para hacer que me sintiese bien recibido. Desde entonces, chutar contra Dave en los entrenamientos, y las bromas que siempre van con ello, ha sido mi parte preferida de las sesiones con la selección. La última persona del mundo que se merecía un varapalo por nuestra derrota ante Brasil era Dave Seaman. En aquel momento, en Shizuoka, sentí el impulso de ir hasta allí y abrazarlo, decirle que todo iría bien. Sin embargo, no era el momento. Íbamos perdiendo por 2-1 contra Brasil. Aún quedaban cuarenta minutos.

No creo que muchos espectadores pudieran volver a vernos entrar en materia. Allí, mientras jugaba, no llegué a sentir que tuviéramos a ningún jugador que pudiera marcar el gol del empate. Cuando Ronaldinho fue expulsado por abalanzarse sobre Danny Mills, se podía sentir que los espectadores del estadio -la afición inglesa, al menos- pensaban que aquélla era nuestra oportunidad: once contra diez. Tener un hombre de más acabó jugando en nuestra contra. Con un equipo completo, Brasil jamás cambiaría su juego. Una vez iban ganando, siguieron presionando en busca de un tercer gol. Mientras sucedía eso, al menos nosotros sabíamos que existía la posibilidad de que se produjera otro error, como el de Lucio en la primera parte, si lográbamos contraatacar. Sin embargo, en cuanto se marchó Ronaldinho decidieron defender y proteger su ventaja.

No teníamos suficiente energía para forzar el ritmo del partido, que era lo que nos habían estado dejando hacer durante la última media hora. Ya no había forma de que los sorprendiéramos con pocos hombres atrás: cuando tenía que hacerlo, Brasil demostraba que sabía colocarse detrás de la pelota como el que más. Casi nos llegó una ocasión cuando a Teddy, como suplente, le hicieron una falta junto a su área. Pero la ocasión se esfumó porque el árbitro no nos concedió el tiro a puerta. Un balón parado parecía ser la única forma de marcar desde que habíamos vuelto del descanso.

Incluso después de haberlos visto darle la vuelta al partido contra Alemania en la final, pensar que nos habían derrotado los campeones del mundo, el mejor equipo del Mundial con diferencia, no fue de mucho consuelo. Pensaba que aquella tarde habíamos dejado pasar una auténtica oportunidad de ganar la Copa del Mundo. Lo mismo creían los demás jugadores de la selección. Con todo el respeto que se merece Brasil, no fue tanto que perdiéramos el partido como que se lo habíamos entregado; y ésa era una sensación horrible.

Todos estábamos abatidos. Devastados. Dave Seaman estaba de pie en el círculo central, parecía el hombre más solitario del mundo, poco importaba que estuviera rodeado de otros jugadores de la selección inglesa. Me acerqué y le puse el brazo sobre el hombro, le hablé al oído y él inclinó la cabeza hacia mí.

-No te preocupes por esto, Dave. Has jugado un campeonato increíble. Nos has sacado adelante en todos los partidos hasta llegar aquí. No tenías ninguna posibilidad, ese gol ha sido algo raro. Olvídalo. No dejes que la gente te vea así ahora.

Dave no dijo nada. Recordé lo que necesitaba yo en el vestuario de Saint Etienne. Recordé que fue Tony Adams el que me había prestado su apoyo. Allí, en ese momento, no podía meterme dentro de la cabeza de Dave, pero sentía que sabía lo que necesitaba de un compañero de equipo:

-Vamos, Dave, vamos a darnos una vuelta. Vamos abajo a ver a los seguidores de Inglaterra.

La afición fue estupenda. Sabíamos que estaban tan decepcionados como nosotros, pero se quedaron en sus asientos a esperarnos y nos aplaudieron cuando salimos ante ellos. No hubo resentimiento, no lanzaron ninguna amenaza a nadie. Estuvieron con nosotros hasta el final. Se habían mostrado así durante todo el campeonato, fueron los mejores seguidores de todo Japón.

Tal vez los brasileños percibieron ese espíritu, porque su afición también nos estuvo aplaudiendo junto a su equipo. Celebraban que Brasil pasaba a semifinales, pero también demostraron respeto por los jugadores ingleses, y los admiré mucho por ello.

Cuando volvimos al vestuario y nos sentamos, todo estaba muy tranquilo, todos los jugadores estaban absortos en sus pensamientos. No era sólo el partido que acabábamos de jugar. En los minutos después de haber perdido contra Brasil, se podían ver diez meses de fútbol de gran calidad tras los muchachos. Fue como si nos hubieran succionado la vida. Sven fue el único que rompió el silencio.

-Estoy muy orgulloso de todos vosotros. No sólo de lo que habéis hecho en las últimas tres semanas, sino de lo que habéis tenido que hacer para traernos al Mundial, para empezar. Hoy estamos muy decepcionados. Pensábamos que podíamos llegar más lejos en este campeonato. Yo lo creía. Pero el fútbol es así. Así son los partidos. Cuando te llega el momento, no hay nada que hacer. Sois muy buenos. Eso deberíais saberlo.

Yo estaba en mi propio mundo, igual que los demás jugadores del vestuario. No había nada más que decir aparte de lo que acababa de expresar Sven. Pareció que tardamos una eternidad -fue un esfuerzo increíble- en levantarnos de los bancos y darnos una ducha antes de cambiarnos. Nos costó muchísimo obligarnos a salir del estadio. Cuando por fin llegamos al autocar, arrancamos justo después que los brasileños. Ronaldinho estaba en la parte de atrás tocando unos bongos, estaba exultante. No me sorprende. Su gol había hecho que su equipo llegara a las semifinales. En ese momento me dolía la cabeza, me estallaba con montones de “¿Y si...?”. Hablé con Victoria por el teléfono móvil.

-David, es terrible que haya sucedido eso, pero te quiero. Sé lo destrozado que estás. Pero estamos aquí. Brooklyn y yo nos alegraremos cuando vuelvas a casa.

Victoria tenía razón. Ella sabía lo mucho que había anhelado llegar a la final. Eso mismo quería ella para la selección inglesa. Sin embargo, ya no iba a suceder, teníamos que ver las cosas tal y como eran. Mi mujer estaba embarazada de siete meses y me añoraba. Mi hijo me añoraba. Y yo los añoraba a los dos. Hubiese preferido quedarme en Japón, pero pensar en regresar a Inglaterra junto a mi familia fue lo único que me animó en el trayecto hasta el hotel. Nos despedimos. Le dije que nos veríamos al día siguiente.

De vuelta en el hotel de la selección inglesa, los japoneses seguían allí fuera para darnos la bienvenida. Habían seguido a nuestro lado tanto como nuestra propia afición. Dentro nos esperaban familiares y amigos en lo alto de una larga escalera que bajaba por los dos lados. Mientras los jugadores subían los peldaños, hubo un aplauso. Mis padres estaban allí. “No te pongas a llorar ahora”. Abracé a mis padres y saludé con la cabeza a una o dos personas. No podía hablar con nadie. ¿Qué podía decir? Me limité a pasar por la recepción sin detenerme y subí a mi habitación.

Tranquilidad, silencio, salvo por el leve zumbido del aire acondicionado. Le cerré la puerta a la tarde y luego me acurruqué en la cama como un anciano; frustrado, dolorido y exhausto. Había esperado tanto de mí mismo y de la selección... Nos habíamos preparado bien. Todo parecía perfecto. Y habíamos dejado escapar la que tal vez había sido la mejor oportunidad que cualquiera de nosotros tendría jamás.

Lo que necesitaba no era precisamente quedarme allí sentado y empezar a intentar comprender por qué. El porqué ya no importaba. Lo único que importaba era la pura verdad. Aun entonces, un par de horas después del partido, seguía sin poder asumirlo como un hecho. La presión del aire de esa habitación de hotel me aplastaba los tímpanos. Para mí, para todos nosotros, todo estaba vacío. Se celebrarían las semifinales y la final después de que hubiéramos vuelto a casa. Las veríamos por televisión junto con el resto del planeta. Sin embargo, lo auténtico se nos había escapado. Para nosotros, el Mundial había terminado.
Inglaterra estaba fuera.

(capítulo Nº 11 del libro “Mi vida” de David Beckham con el periodista Tom Watt, RBA Libros, 2003, pág. 277 a 310)

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Mientras que el fútbol se convierte en el espectáculo deportivo más maravilloso del mundo, surgen historiadores que atribuyen su origen a diversos pueblos.
Los florentinos insisten desde hace años que el calcio in livrea (foto), que según dicen se jugaba en la plaza de la Santa Cruz (violentos enfrentamientos detrás de una pelota cuando las tropas de Carlos V asediaban la ciudad, en el siglo XVI), es el precedente del fútbol moderno.
Existen dibujos que muestran que los chinos, hace miles de años, jugaban a una especie de fútbol, con una pelota de mimbre.
También se sugirió que la forma más primitiva del origen del fútbol tuvo una faz macabra, pues habría consistido en una celebración de las victorias guerreras en las que se utilizaban como balones las cabezas de los enemigos decapitados.
Todas estas teorías no son demasiado sólidas. Lo concreto es que el fútbol moderno, como el tenis, el criquet, el ciclismo, el rugby, hockey, incluido el atletismo, es una invención británica, o al menos los ingleses reglamentaron estos incipientes deportes, producto de la época victoriana.
En un principio, el fútbol era un pasatiempo, un juego propio de las clases bajas, rechazado por su brutalidad por las clases altas, mientras que en el resto de Europa y América del Sur, no existieron prejuicios sociales ni barreras que dificultaran su desarrollo.

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Cuando atacábamos, atacábamos todos, y cuando defendíamos era lo mismo. Fuimos el prototipo del ‘fútbol total’.

(FERENC PUSKAS 1927-2006, el mejor jugador húngaro de todos los tiempos, recordando a la selección de su país en la década del '50)

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Es un triunfador como ningún otro que yo haya conocido. Pero, para mí, lo más impresionante es que nunca carga ningún tipo de presión sobre los hombros de sus jugadores ni sobre los propios. Recuerdo que solía concluir las arengas de antes de los partidos diciendo: '¡Hala, muchachos, a divertirse!'. Así es Ferguson.

(ERIC CANTONA, ex futbolista francés, opinando sobre Sir Alex Ferguson)

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Beckham (de penalti) - 4ª parte


Jugamos el partido contra Nigeria deseando ganar. Si acabábamos como cabeza de grupo, eso significaría que seguramente no tendríamos que enfrentarnos a Brasil hasta el final. Y no jugaríamos contra ellos en la clase de condiciones que habíamos tenido que soportar en Osaka. Se había hablado del calor extremo en la preparación del torneo, los partidos que empezaban a media tarde serían difíciles, sobre todo contra los equipos no europeos que estaban acostumbrados a jugar a temperaturas superiores a 35 grados. Sin embargo, ninguno de nosotros se había imaginado lo duro que sería hasta que salimos ese día a calentar. Después de recorrer el campo una vez, los jugadores nos miramos entre sí. “¿Cómo vamos a jugar con este calor?”.

El calor se plantaba delante de tus narices como un muro. No soplaba ni una pizca de viento. El sudor te chorreaba mientras estabas quieto, contemplando las gradas. Cuando hace tanto calor, uno siente claustrofobia. El aire está cargado, te sofoca, te impide respirar. Sabíamos que Nigeria tenía un buen juego, aunque yo no tenía ninguna duda de que los derrotaríamos. Lo único que me preocupaba era que las condiciones consiguieran derrotarnos.

Era un partido que jamás creímos que fuéramos a perder. Sin embargo, a medida que avanzaba, sentíamos que tampoco íbamos a ganar. Noventa minutos de trabajo duro. Conseguimos empatar a cero y continuamos para jugar contra Dinamarca en la siguiente vuelta. No había nada más que decir, los jugadores se sentaron en el vestuario a beber agua, con la garganta casi tan seca que no podían tragar.

El partido en sí es un borrón. Lo que recuerdo bien es la forma en que nos sentimos las horas posteriores, totalmente demolidos tanto física como psicológicamente. Nos hundimos durante los días siguientes. No dudábamos de nosotros, pero éramos conscientes de que, en casa, algunas personas se preguntaban si el partido contra Argentina no habría sido algo excepcional. Acabamos los segundos en el grupo ‘F’ por detrás de Suecia. ¿Era Inglaterra lo suficientemente buena en ese momento para seguir adelante?

Hablar con Victoria y con Brooklyn me ayudó a seguir adelante. Echaba de menos a mi familia. Lo arreglé para mantener una videoconferencia desde la habitación del hotel y pude hablar con Victoria cara a cara; cuando uno tiene una esposa embarazada de siete meses quiere conocer hasta la última nadería de su día a día. Teníamos muchas cosas que decirnos sin necesidad de mencionar los partidos que estaba jugando en Japón. El tiempo que pasaba hablando por teléfono con mi casa era un descanso del fútbol y un descanso de la tensión. Incluso conseguí ver a Brooklyn y hablar con él por videoconferencia; se sentaba y charlaba conmigo o presumía de bici nueva dando vueltas y más vueltas por la habitación.

Tuve un presentimiento sobre el partido contra Dinamarca. Pudo deberse al agotamiento tras el calor de Osaka, pero creí que era algo más que eso. Sabíamos que seguramente tendríamos que enfrentar nos a Brasil si seguíamos adelante; y la gente ya estaba esperándolo, aunque antes teníamos que ganar ese partido. Dinamarca era un equipo bien organizado y físicamente fuerte; casi todos sus futbolistas jugaban en Inglaterra o, como mínimo, lo habían hecho durante sus carreras.

Pensé que podría ocurrir lo mismo que en nuestro partido de grupo contra Suecia, en el que la familiaridad del contrincante con los jugadores de la selección le había hecho un favor a nuestro rival pero a nosotros no nos había ayudado en absoluto. Yo creía en aquella selección. De hecho, creía que en 2002 teníamos la oportunidad de hacer algo que no se había hecho desde 1996. Aunque no estaba seguro de si todos estábamos lo suficientemente centrados para conseguir un marcador a nuestro favor el domingo por la tarde.

Antes del partido, eché un vistazo a mí alrededor y supe que estaba equivocado. Estábamos tan listos para Dinamarca como lo habíamos estado para Argentina. Los rostros de los jugadores y su lenguaje corporal estaban listos, nada de miedo, ni de distracciones, ni de tensión. Todo el mundo estaba concentrado, esperando el saque inicial, más relajado de lo que había visto jamás al equipo de la selección. Niigata era otro estadio nuevo para nosotros, pero parecía que los chicos sólo hubieran necesitado las tardes previas de preparación para sentirse allí como en casa. Un ambiente así entre los jugadores cobra vida por sí solo. Miras al compañero y te da la impresión de que está listo. Al igual que el compañero de equipo que está junto a él. Y tú irradias confianza en ti mismo cuando te miran. Es una energía que recorre el vestuario en los minutos previos al saque inicial. Esa tarde, sabía que estábamos preparados.

Cuando salimos por el túnel al campo, me encontré mirando a los jugadores de Dinamarca en lugar de a mis compañeros de equipo. Por la forma en que caminaban, la forma en que miraban hacia delante y hacia atrás, se podía percibir su nerviosismo. Puede que no fuera exactamente miedo, pero sí algo parecido: no confiaban en sí mismos. Nosotros teníamos ventaja psicológica. Los tipos duros como Thomas Gravesen y Stig Tofting lo estaban haciendo lo mejor que podían, caminando resueltos y gruñendo, como diciendo que estaban listos para la lucha. Ese gesto hacía más evidente que muchos de los otros jugadores daneses no creían tener muchas posibilidades. No fui el único que se dio cuenta. Mientras los demás alentaban, Rio me llamó.

-¿Tú qué opinas? Parecen asustados.

Me parece que habíamos vencido a Dinamarca antes de empezar. Y menos mal que así era, porque fue la única vez en todo el verano en que la lesión me hizo sufrir de verdad durante un partido. Sentía que el pie mejoraba de un día para otro. No obstante, para jugar contra Dinamarca me calcé unas botas con unos tacos especialmente largos. En Niigata llovía, por tanto no me quedaba otra alternativa.

Hasta entonces, gran parte de la incomodidad la había sentido en la punta del metatarso, pero esa noche, sentía el dolor en la planta del pie. Era como si los tacos se clavaran en la lesión cada vez que presionaba el pie contra el suelo para correr o para chutar; cada vez que intentaba girar, la fractura se retorcía.
Sin embargo, el dolor del pie no evitó que disfrutase del partido. Sobre todo los primeros veinte minutos fueron fantásticos. Jugamos como si no nos importase nada en el mundo, ni siquiera en un torneo importante en el que el ganador se lo lleva todo.

Pasados cinco minutos, lancé un córner. Rio lo remató de cabeza, pero nadie estuvo seguro de que fuera él quien había marcado el gol hasta después porque el balón rebotó en el poste y luego en el portero danés. Por último, Emilie Heskey volvió a hundirlo en la red cuando salió rebotado. Incluso pensé en adjudicármelo yo, pero me alegra que las repeticiones de vídeo se lo concedan a Rio. Es un compañero de vestuario genial y en el campo jugó un Mundial fantástico. Entrar en la lista de goleadores era lo mínimo que se merecía ese verano.

Quince minutos después, Michael metió el segundo gol y ya parecía el final del partido. Dinamarca tuvo algunas oportunidades, pero nosotros subimos a su área justo antes del descanso y Emile marcó su gol. El calor nos había agotado jugando contra Nigeria en Osaka. La lluvia era precisamente lo que necesitábamos en Niigata: hizo que el terreno de juego estuviera más rápido, cosa que va muy bien para la forma en que Sven quiere que juegue la selección inglesa. El resultado de 3-0 estuvo bien, era todo lo que podíamos pedir y, además, frente a un equipo que se había clasificado para la segunda fase a costa de Francia. Me habría puesto a saltar como un loco después del partido para celebrar que habíamos pasado los octavos de final, pero el pie me estaba matando.

Cuando el partido estaba a punto de finalizar, me había dado un calambre porque estaba corriendo con la bota torcida hacia un lado para intentar no ejercer tanta presión en la planta del pie. Aun así, el resto de mi cuerpo estaba en mucho mejor estado. Ante Dinamarca me sentí más fuerte de lo que me había sentido desde que me había recuperado de la fractura. Después tuve la satisfacción de saber que mi participación había resultado esencial: había colaborado en los pases previos a los tres goles de Inglaterra.

Así pues, lucharíamos contra Brasil en cuartos de final. Si ganábamos ese partido, ganaríamos la Copa del Mundo. Sé que en Inglaterra la gente estaba empezando a tomárselo muy en serio. Nuestra selección era aspirante al título. En pasados campeonatos, las altas expectativas habían presionado mucho a la selección. Sin embargo, en Japón 2002, nuestra afición no pensaba nada que los demás jugadores o yo mismo no estuviéramos pensando ya. ¿Argentina? Eliminada. ¿Francia, los últimos campeones? Eliminada. ¿Italia? Eliminada. ¿Portugal? Eliminado. ¿Los holandeses? Ni siquiera habían llegado. ¿Quiénes quedaban? Los equipos con un pasado en el Mundial se reducían a dos: Alemania, a quienes habíamos vencido por 5-1 en Munich para llegar a las finales, y Brasil. Estábamos impacientes por que llegara la tarde del viernes en Shizuoka.

Lo único que nos preocupaba era Michael Owen. Fue una no vedad que toda la atención se centrase en torno a su ingle y no en mi pie, a pesar de que no recuerdo que mucha gente, ni siquiera de la concentración de Inglaterra, fuera consciente de lo cerca que es tuvo de perderse el partido contra Brasil. Se enfrentaba a una lesión en la ingle, la clase de lesión que va empeorando cuanto más juegas. En el Liverpool lo habrían hecho descansar durante un par de semanas en la temporada de la Liga, pero Michael era fundamental para la selección inglesa: un jugador de talla mundial que siempre liba lo mejor de sí en las grandes ocasiones. Cualquier equipo del lomeo habría hecho todo lo posible por tenerlo suficientemente recuperado para salir a jugar.

No le teníamos ningún miedo a Brasil. El partido empezaba temprano por la tarde, lo cual significaba que seguramente ellos tendrían ventaja si las condiciones eran parecidas a las que habíamos soportado en el partido contra Nigeria. Entrenamos en el estadio la tarde anterior y estuvo lloviendo a mares. Todos sabíamos que, si eso se repetía al día siguiente, tendríamos una buena oportunidad. En el hotel, más tarde, sentía que tenía que erigir un pequeño santuario para los dioses del tiempo locales antes de irme a dormir, para que lloviera más. No hubo suerte. El viernes por la mañana salté de la cama y descorrí las cortinas de golpe. El sol ya estaba alto sobre el horizonte y presidía un día precioso. Se me cayó el alma a los pies: al final tendríamos que intentarlo de la forma más difícil.

Jamás se me habría ocurrido pensar en el tiempo como excusa. Aceptas lo que te dan y de todas formas sales a jugar como mejor sabes. Aun así, mucha gente había estado diciendo que, si hacía calor, Inglaterra estaría en apuros. Me he preguntado muchas veces desde entonces si se nos había metido eso en la cabeza. A veces basta una pequeña duda para quebrantar la confianza de los jugadores. Antes del partido salimos al campo unos diez minutos, pero luego volvimos a entrar para realizar el calentamiento principal.

Los japoneses nos buscaron un despacho bastante grande para que hiciéramos los estiramientos. No era ni mucho menos lo ideal, y a Michael le estuvieron dando masajes justo hasta antes de salir al campo. Le fue por poco, pero jugó. La gente lo sabe todo acerca de Michael, pero también es más fuerte de lo que cualquiera fuera del vestuario sabrá jamás. Yo también había hecho una sesión con Richard Smith, el masajista, de modo que comprendía exactamente por lo que estaba pasando Michael para asegurarse de que podría empezar el partido. No pensaba perderse a Brasil por nada del mundo.

Empezamos muy bien ese partido de Niigata. Si el calor nos molestaba, no parecía notarse. No dimos opción a que los jugadores brasileños cogieran el menor ritmo. Si se deja que eso pase, un equipo como éste puede tener el partido ganado antes de que hayas empezado a jugar. Sabíamos que teníamos que defender como equipo cuando teníamos el balón. No podíamos dejar que presionaran dos contra uno frente a nuestros jugadores en ningún momento. Cuando teníamos la pelota, el trabajo era bastante sencillo: había que pegarse a ella y correr enseguida hacia su campo, Todo el mundo sabe que a los brasileños les gusta dejar que sus defensas se vayan al ataque realizando un juego abierto. Sabíamos que contábamos con jugadores para frenarlos y contraatacar nosotros. Parecíamos estar completamente concentrados. A pesar de que tuvieron un par de oportunidades -David Seaman tuvo que salvar un tiro a puerta de Roberto Carlos-, no estaba sucediendo nada que nos pudiera preocupar.

“No cometas errores. Espera a que los cometan ellos”. Sólo habían pasado unos veinte minutos cuando Brasil perdió el balón en nuestro tercio del campo. Emile Heskey lo atrapó a medio camino, delante de él, vio a Michael que echaba a correr al otro lado de su defensa. Emile lanzó un pase de unos treinta metros en dirección hacia la esquina del área de penalti de Brasil. Parecía que su defensa central, Lucio, alcanzaría el balón y lo despejaría. No sé si llegó a ver a Michael y le preocupó que pudiera intentar una jugada en solitario, pero el caso es que Lucio dejó de mirar el balón. En lugar de controlarlo, lo dejó botar y alejarse de él de camino a la trayectoria de Michael. Los grandes delanteros nunca se quedan quietos.

Se están moviendo a la espera de su oportunidad antes de que ninguna otra persona vea que está pasando algo. Michael robó el balón y corrió hacia el área. Sabíamos que, con lesión en la ingle o sin ella, a Michael no lo iban a atrapar una vez iniciada la jugada. Y el guardameta, Marcos, puesto que lo habían cogido por sorpresa, no se movió de su sitio hasta que fue demasiado tarde. Michael sólo tuvo que colocarse y engalanar su disparo, que sobrepasó al portero y se coló por la escuadra: 1 a 0. Yo estaba casi a cuarenta metros. Fue como verlo por televisión. “Michael Owen marca para Inglaterra contra Brasil. No puedo creer lo que está pasando. Espero que o estén grabando en vídeo”.

Estaba convencido de que, si lográbamos mantener el 1-0 hasta el descanso, Inglaterra podría ganar el Mundial. Sin embargo, Brasil es un gran equipo. Su mayor o menor capacidad, la saben utilizar con total intrepidez. Estar un gol por detrás no les hizo perder el ritmo en modo alguno. Nada iba a hacer que cambiaran su enfoque del partido. Con cualquier otro equipo que no sea Brasil, si se pone uno en cabeza, espera que eso obligue a sus adversarios a presionar y empezar a arriesgarse. Ellos no, ellos son el mejor equipo del mundo y lo saben. Y, de todas formas, así es como juegan todos los partidos.

Unos cinco minutos antes del final de la primera parte, Roberto Carlos disparó un chute que se desvió. Dave Seaman saltó para atrapar el balón y se lesionó el cuello al caer hacia atrás. No tenía buen aspecto. Era probable que tuviera que abandonar.

Dejé de mirar un momento a Dave y al fisioterapeuta, Gary Lewin. Ronaldo estaba hablando de algo con el árbitro, Ramos Rizo, y entonces se echó a reír y le pasó el brazo por el hombro al colegiado. Parecía que estuviera con unos cuantos amigos disfrutando de una pachanga un miércoles por la tarde en el parque del barrio, sin ninguna preocupación en el mundo. “¿Cómo se puede estar así cuando se va 1-0 en el Mundial? Esto aún no se ha acabado. Esto no se ha acabado ni de lejos”.


(continuará…)

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