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Un búlgaro en Puente Alsina (Juan Sasturain - Argentina)

Todo empezó hace cuatro meses, a mediados de Enero, el primer día de entrenamiento. La cancha estaba con el pasto crecido, los arcos desnudos, las tribunas tan vacías como durante los últimos partidos del torneo anterior. Apenas era media mañana pero ya el sol apretaba, brillaba contra un cielo casi blanco sobre las montañas opacas.

En el vestuario, los vidrios rotos por el ataque final de la barra brava permitían que entrara aire y dejaban respirar un poco. No mucho.

Los muchachos estaban ahí, como invitados a una ejecución, cuando entró Gagliardi, con el tipo y saludó. Le contestó un rumor de abejas. Menos que eso.

Pero lo miraron con atención. Era casi un viejo, vestido con ropa deportiva color violeta oscuro, con inscripciones raras. Levantó la mano apenas, como si fuera un Papa que acallara a una multitud inexistente, y esbozando una leve sonrisa, empezó despacio:

Chiste es muy viejo -aclaró con las consonantes empedradas. Había dos tipos que leyeron aviso en un diario de provincias: “Señorita enseña el búlgaro”. Uno fue. Al rato volvió y el otro le pregunta: “¿Y, qué tal?”. Y el primero le contesta, cara larga: “No vayas: es un idioma”. Je.

Y dejó la sonrisa en espera, como el cómico que inicia su rutina con el chiste sutil y seguro.

Nadie, pero nadie se rió. Y eso que el vestuario estaba lleno. Incluso habían aparecido caras nuevas, lesionados al borde del olvido, algunos de los pibes de la tercera, citados para la presentación del nuevo entrenador: no menos de treinta jugadores con cara de póker. Fue un comienzo duro.

Gagliardi, el protesorero, que era el único dirigente que todavía podía entrar al vestuario sin custodia, se hizo cargo del silencio y presentó al “señor Miraslav Voltov, técnico búlgaro, ex integrante de la selección de su país, que ha desarrollado una extensa campaña en diversas partes del mundo: un auténtico trotamundos del fútbol”.

Seguro que ese viejo de pelo crespo y ojitos claros de astronauta retirado había trotado, porque las zapatillas las tenía a la miseria. Eran una especie de botines Sacachispas fabricados probablemente en el Este, que parecían haber conocido el hielo de las estepas y las arenas de El Cairo. Y el currículum del tipo, que leyó Gagliardi como mejor pudo, ratificaba que no le quedaba continente por conocer.

Los últimos años de trabajo en Centroamérica lo habían familiarizado con el idioma, con el fútbol argentino incluso, a través del contacto con Miguelito Brindisi, con Hugo Cordero, con técnicos y jugadores que andaban por allá.

Grande ilusión venir a dirigir acá -dijo el búlgaro como conclusión. Estoy seguro saldremos al pozo.

Y ahí sí hubo risas que no estaban programadas. El búlgaro también rió, distendido y sin saber bien de qué. Sin saber nada, en realidad, porque de haber sabido dónde había caído se hubiera quedado en cualquier lugar, por más que estuviera en el culo del mundo, como dijo por lo bajo el utilero Castrito.

Para estos tipos, diez dólares son una fortuna… -comentó Desimone, el lateral derecho y uno de los veteranos del plantel, mientras trotaba apenas diez minutos después-. Si no, no se explica. Nos deben tres meses y contratan un técnico extranjero… Les tiene que salir más barato que cualquiera de los últimos ladrones.

Dicen que se ofreció él -dijo casi sin resuello el arquero Perrone-. Estaba de visita en el país para las fiestas, porque tiene unos primos acá, que son del club. Arregló por seis meses: casa, comida, un sueldito y los premios. Como nosotros, si nos cumplieran.

Y siguieron trotando. Y aunque se fueron a almorzar tuvieron que volver, y cuando el sol se puso estaban ahí todavía:

Ponga, ponga… -indicaba el búlgaro, tocando rápido con los Sacachispas rusos: uno corta, uno larga… Ponga…

Y todos se cagaban de risa pero corrían.

La cuestión es que el búlgaro con su media lengua enrevesada se hizo entender bastante bien. Después de tres semanas de triple turno, haciendo fútbol todos los días, reacomodó las piezas, cambió la defensa, les enseñó un par de cosas a los laterales, mandó al nueve a los costados y, sin comprar nada, sin ir a la playa, transpirando en el estadio, armó un equipo nuevo. Ganaron un amistoso contra el campeón del regional, le empataron a Cerro Porteño de Paraguay, le ganaron a Morón y a Los Andes, que hacían pretemporada en la zona, y perdieron apenas 2-1 con el Gimnasia de Griguol. Estaban bien.

Por eso, aunque a los demás los extrañó que para la décima fecha estuvieran entreverados arriba y juntando puntos como para rajarle al descenso tan temido, en el club y en el vestuario sabían que no había misterio, que ahí estaba la mano de Voltov. El periodismo, no: no sabía nada. Perfil bajo, el del búlgaro: nunca una entrevista, siempre los sagaces ojitos grises tras anteojos negros, la cordialidad para la negativa. Un ejemplo de discreción y segundo plano.

Hasta que la semana pasada, cuando se confirmó el partido de la Selección contra los búlgaros en Vélez y se supo que venían Stoichkov, Penev, Kostadinov, todos los cracks a los que el viejo entrenador -según decía- había tenido alguna vez en equipos juveniles o conocía bien, Miroslav Voltov no pudo evitar que lo empezaran a buscar de los medios de Buenos Aires. Lo que sí pudo fue evitar que lo encontraran.

Así, el viernes cobró el sueldo, los premios atrasados y dirigió la práctica de fútbol con raro entusiasmo. Incluso se le escapó un espontáneo “¡Volvé, pelotudo!” dirigido al volante por derecha casi casi sin acento eslavo. Después se fue, como siempre, pero un poco más apurado. Incluso se olvidó el bolso en el vestuario. Cuando se lo alcanzaron a la casa, ya no estaba.

Lo demás, ya se sabe: vinieron con cámaras, con apuro, con malas noticias. Que un imbécil pendejo investigador en busca de fama haya descubierto que el verdadero entrenador búlgaro Miroslav Voltov murió hace dos años en Guatemala no le interesa a nadie en el club. Ni a los dirigentes, ni a la hinchada, ni a los jugadores.

Muchos ahora se llenan la boca hablando de fraude y estafa. En el vestuario de los vidrios rotos, en cambio, se preguntan quién los motivará el sábado con el “ponga, ponga” mientras contemplan, testimonios de abandono, las auténticas Sacachispas trotamundos y el buzo rojo oscuro e Industria Argentina, como debe ser.

(tomado del libro “Pelotas chicas, pelotas grandes” de Juan José Panno, Editorial Colihue)

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