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Me va a tener que acompañar (Ricardo Rodríguez - Argentina)


De pibe iba a la cancha. La cancha de mi Club, piso de tierra, pero muy parejo, eso si. La nuestra era una de las mejores canchas de la zona. Cuando llovía, porque por aquel entonces llovía, no se juntaba nada de agua. Cuarenta, cincuenta milímetros el sábado, y el domingo se jugaba sin ningún problema.

Corrían los años de los torneos “relámpagos”. Se reunían cuatro, seis u ocho equipos una tarde de domingo en cualquier cancha de la zona, se armaba por sorteo el orden de los partidos y arrancaba el campeonato. Era por eliminación y en caso de empate se definía por tiros libres, desde la puerta del área grande, el pateador elegía el lugar donde poner la pelota y desde allí “ejecutaba” al arquero.

De tardecita, a veces con poca luz, ya que el sol empezaba a despedirse lentamente, se jugaba la final.

La gente, dispuesta alrededor del rectángulo de juego, sin más obstáculo que una mera baranda de madera, pero conservando su lugar, sin pensar en invadir en ningún momento, salvo que la situación lo amerite.

Esta no iba a ser una tarde de domingo más. Éramos locales, los nuestros estaban confiados. Se sentían candidatos a quedarse con la copa. Ese día se juntaron cuatro equipos. En el primer partido los dueños de casa vapulearon a los de Villa Alba por cuatro a cero. Tres goles del Negro Lezcano y el último, de penal, lo convirtió el capitán “Juancho” Amenábar.

¡Qué goleador Lezcano! Dentro de las dieciocho era inapelable. No perdonaba el Negro. Tipo vivo como pocos. Sacaba ventajas del error más pequeño del rival.

En el segundo partido se enfrentaban los de La Colonia con los empleados del ferrocarril de un pueblo vecino, que se estaban agrupando para dar vida, unos años después, al Deportivo Anglo Argentino.

Ganaron los de La Colonia 4 a 2, equipo fuerte, duro, el 9, el ruso Schmidt, medía como dos metros. Todos trabajadores del campo. Se entrenaban hombreando bolsas.

Y así llegó la final. El local frente a La Colonia. El Negro Lezcano se tenía una fe bárbara. Pero el encuentro se hizo muy parejo. Pasaban los minutos y el marcador seguía en blanco. Hasta que, sobre la media hora del segundo tiempo, en una de las pocas llegadas de La Colonia, se escapó el ocho de ellos, gambeteó a Amenábar, y cuando el pelado Corcuera, nuestro arquero, dio un paso para tratar de achicar el ángulo de tiro, se la pasó al ruso Schmidt que sacudió un latigazo y la pelota se fue a meter pegadita al palo izquierdo. Gol de La Colonia.

Fue un instante de silencio absoluto, que solo se rompió con el grito de gol del nueve y sus compañeros, y algunos pocos que habían venido en un camión destartalado, siguiendo a los visitantes.

Se cuenta que caminando para la mitad de la cancha, el Negro Lezcano, pelota bajo el brazo, se le acercó al referí y por lo bajo le dijo: ¡Hasta que no empatemos no lo terminás, eh!

El árbitro, había venido de Bahía, andaba de paso visitando unos parientes y aprovechaba la tarde para hacerse unos manguitos. Se sabía que allá en la ciudad era referí, lo que no sabía que era de esos que ‘no se casan con nadie’. ¡Juegue! ordenó, y siguió el partido.

Los grandotes de La Colonia, todos atrás y los nuestros a la carga barracas! El arquero de ellos parecía agigantarse, le pegaban por todos lados, una en el palo, otra apenas afuera, los minutos pasaban, iban 43, parecía que se nos escapaba. Hasta que la agarró el petiso Díaz, ligero el petiso, se escapó por la derecha y mandó un centro que era un poema, combado, perfecto, justo al corazón del área, el full back que duda, el arquero no sale, y allí estaba Lezcano, saboreándose esperando la pelota, la bajó, la acomodó, se disponía a rematar… cuando siente desde atrás un golpe duro que lo desparrama por el área. Penal!!! Gritaron todos. Penal!!! Vociferó el Negro mirando al referí.

El encargado de impartir justicia, realizando el clásico ademán con los brazos, expresó: siga… siga…

-¿Como siga, siga, estás loco, estás
-exclamó el Negro desesperado. ¿No viste el golpe que me pegaron? -agregó haciendo señas ampulosas que se vieron desde el arco de enfrente.

-¡No serás tan hijuna gran puta de no cobrar penal!- recalcó.

El bahiense, imperturbable, frío como el mármol, se quedó plantado en la media luna, ante el estupor generalizado y los insultos recibidos desde afuera y desde adentro de la cancha, sentenció:

-Lezcano se va para afuera, está expulsado -extendiendo su brazo derecho y señalando con el dedo índice, el sector local.

-¿Cómo que lo echás? -gritó el capitán Amenábar

-¿Estás loco vos? Mirá que de acá no salís vivo, eh! -agregó para tratar de amedrentar al portador del silbato. Pero éste, lejos de arrugar, repitió: “Lezcano se va o no sigo el partido”.

Los nuestros, en la desesperación, viendo que los minutos se esfumaban y se nos iba el partido, apuraron el trámite.

-Dale Negro, dejate de joder, andá para afuera así seguimos jugando -fue el reclamo casi unánime, pensando que el árbitro en algún momento iba a aflojar y adicionar varios minutos. Le erraron fiero, porque el arquero sacó desde el área un fuerte y alto pelotazo y cuando el esférico pasaba de un campo a otro el silbato del referí se escuchó tres veces, sentenciando el final y la derrota.

El negro Lezcano, todavía refunfuñando, estaba juntando su ropa. Se colocó el capote y se puso la gorra chata, azul, con el escudo nacional de bronce en el frente, y se acodó en la baranda. Se le oyó decir: ¡Vos me echaste hijuna gran perra. Ahora vas a ver! -y cuando el referí se acercó a donde el Negro estaba esperándolo, éste emitió la frase que tantas veces había dicho en procedimientos policiales:

- ¡Señor árbitro, disculpe... me va a tener que acompañar!

Y ahí salieron los dos. El referí y Lezcano. El árbitro sin entender porqué se lo estaban llevando, de última no había visto un penal grande como una casa y nos había echado un jugador, creía que no era para tanto, pero claro cómo iba a pensar que ese jugador que había expulsado, el goleador, el ídolo nuestro, era ni más ni menos que el Comisario del pueblo, Obdulio “el negro” Lezcano.

Y Lezcano que lo llevaba agarrado de un brazo, con el capote sobre los hombros, la gorra chata, azul, con el escudo al frente… pantalón corto y botines, repetía: ¡yo te voy a dar… echarme a mí!

Ante la mirada atónita de todos los presentes, ahí iban los dos, caminado, rumbo… a la Comisaría.

(Mi agradecimiento a Ricardo por el envío de este, su primer cuento -y esperamos que no sea el último- para compartirlo con todos ustedes)

1 comentario:

Sandu Grecu dijo...

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