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La leyenda de Epecuén (Horacio Iannella - Argentina)


Es probable que alguien le hable del pueblo que en Argentina, en la década del ochenta, desapareció bajo las aguas.

Quizás lea en un diario o vea por televisión un informe periodístico, seguramente complementado por datos de hidrología, que le explicará en detalle que las lagunas encadenadas se vieron desbordadas y que las compuertas que separaban las masas de agua de un pueblo con otro, fueron en algunos casos destruidas con explosivos por lugareños para los cuales, en ese momento, el habitante de la localidad vecina era el enemigo.

Dirán otros que la desaparición de alguna población era previsible. Le pondrán como ejemplo que los ingleses, cuando construyeron las vías ferroviarias en la zona, lo hicieron en varios tramos a seis o siete metros de altura previendo inundaciones.

Se hablará también, seguramente, de alguna obra hidráulica mal hecha o que se hizo a medias porque el dinero se malgastó en otras cosas.

No les crea. Por más explicaciones técnicas que le brinden, no les crea.

Lea eso sí, a continuación, la verdadera historia.

En el sudoeste de la provincia de Buenos Aires existió un pequeño pueblo llamado Epecuén.

Había allí un club, Gauchos de Epecuén, que participaba en los torneos regionales de fútbol.

Para aquellos campeonatos los equipos de cada pueblo solían reforzarse con varios jugadores de la capital o de otras ciudades, a los que les pagaban unos pesos y los viáticos. Gauchos de Epecuén jamás aceptó que ningún forastero formara parte de su escuadra. Esto lo llevó a ser considerado un ejemplo de ética deportiva aunque muchas veces los resultados no eran los esperados.

El club provenía de la fusión, en 1968, del Atlético Epecuén y del equipo de Estancia “La Concepción”, de propiedad de los Alzaga Unzué. La utilería y los vestuarios estaban ubicados detrás del arco orientado hacia el norte y según se dijo siempre, una de las paredes lloraba las derrotas. Estaba comprobado que sólo esa pared chorreaba agua cuando el equipo perdía. Si ganaba o empataba el muro permanecía totalmente seco.

Hubo un año en que al empate del primer partido del campeonato le siguieron seis triunfos, lo cual generó una algarabía espectacular en el pueblo.

Para la fecha siguiente la cancha era una fiesta. La gente tapizó todo con los colores azul, blanco y rojo del club y la cancha se colmó de espectadores. Gauchos perdió siete a cero. La pared lloró tanto que los jugadores tuvieron que cambiarse en otro recinto, la inundación provocó que el campo de juego quedara totalmente tapado de agua y hubo que poner bolsas de arena adelantes de las puertas de varias casas aledañas.

Pero en aquellas tribunas, todavía como hinchas había un grupo de jóvenes, una generación de futuros cracks nacidos allí, en Epecuén, gracias a la intervención del ángel de la pelota. Estos chicos empezaron a ganar partido tras partido en las categorías infantiles y a los pocos años produjeron la mayor alegría en la historia del pueblo: campeones juveniles.

Luego de la obtención de este título llegaron representantes de clubes de distintas ciudades con la intención de llevarse a las nuevas estrellas del fútbol. Los jóvenes, imbuidos del espíritu que sus mayores les inculcaron desde la cuna, se negaron y decidieron seguir vistiendo la poco gloriosa aunque muy amada camiseta de Gauchos de Epecuén.

Disputaron el torneo de mayores, ganaron el Regional y obtuvieron el derecho de jugar otra instancia para acceder al Campeonato Nacional en el que participaban los grandes del fútbol argentino. La posibilidad de jugar frente a San Lorenzo, River o Boca no dejaba dormir a nadie en el pueblo. En la anteúltima página de la revista “El Gráfico” salió una pequeña foto del equipo y cada poblador compró y guardó un ejemplar.

Después de ganar los dos primeros partidos de un cuadrangular llegaron a la instancia final y el pueblo vivió aquellos días con una excitación incomparable.

Jugaron de locales contra Olimpo de Bahía Blanca que movilizó mucha gente. El partido fue un engaño ya que el referí estaba comprado. Antes que finalizara el primer tiempo ya habían expulsado a los dos mejores jugadores de Gauchos y el resto poco pudo hacer.

Promediando el segundo tiempo la pared empezó a llorar, Gauchos perdía dos a cero. Fue un llanto implacable.

El agua llegó rápidamente hasta la cancha y comenzó a inundarla. Diez minutos antes que finalizara el tiempo reglamentario el árbitro suspendió el partido ante la imposibilidad de seguir jugando.

Torrentes incontenibles arrasaban todo a su paso. Los hinchas bahienses no entendían qué estaba sucediendo.

Los locales sabían que era su pared que lloraba.

La gente de Bahía Blanca tuvo que dormir en los autos y colectivos en los que habían viajado porque el barro era tal que les fue imposible salir con los vehículos. Al día siguiente fue peor, debieron irse a pie y chapoteando el agua que les llegaba a las rodillas.

Al ver que no se detenía, un grupo de pobladores quiso acercarse a la pared para derribarla pero fue imposible.

Ésta siguió llorando su pena futbolera, no se detuvo y Epecuén desapareció bajo las aguas.

(un gracias enorme a Horacio por autorizarme a publicar este cuento)

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