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Beckham (de penalti) - 3ª parte


Argentina tuvo una o dos oportunidades. Las nuestras fueron mejores. Michael recibió un balón en el área y lo cruzó hacia el portero argentino, Cavallero. Yo ya estaba en el aire, convencido de que había entrado, pero salió rebotado al impactar contra el poste. Entonces me encontré con el esférico en los pies en el extremo del área argentina. ¿Chutaba o la pasaba? Quería mantener el balón en movimiento. Michael ya se había puesto a correr detrás de uno de sus defensas. De pronto, quedé fuera de combate. Alguien me había entrado por detrás, aunque no tenía ni idea de qué jugador argentino se trataba. Sin embargo, estaba seguro de que era un saque de falta. Y a una buena distancia y posición para mí también. Le grité a Pierluigi Collina, el árbitro. Se había percatado de la falta, aunque también de algo más que yo no había visto y por lo que estaba aplicando la ley de la ventaja. Alcé la vista; a unos veinte metros de donde me encontraba, el balón seguía avanzando y, de pronto, Michael Owen lo recibió en el área, recortó a Pochettino y éste puso la pierna cuando Michael pasó a su lado.

-¡Penalti!

Estoy seguro de haberlo gritado. Sé que toda la afición de Inglaterra lo hizo. Cuando vi que Michael caía, supe que Collina lo vería y que tendría el valor suficiente para concedernos el penalti. Había tenido la entereza necesaria para seguir adelante con el partido cuando yo le había gritado por mi falta. Tuve la sensación de un deja vu sabía que iba a marcar. Había hablado con Victoria sobre un gol ganador y de que al final olvidaría lo de Simeone y Saint Etienne. ¿No había soñado con esa escena la noche anterior? ¿O había visto lo que estaba a punto de ocurrir justo antes de que ocurriera? Con la misma rapidez que esos pensamientos me asaltaron, me abandonaron. Tenía que conseguir el balón. Tenía que ser el que marcase. Fue como si tuviera un nudo en la boca del estómago: miedo. Y no era exactamente una voz que escuchase en la cabeza, sino el hecho de darme cuenta, justo en ese momento, de lo siguiente: “Todo lo que he hecho en la vida, todo lo que me ha ocurrido; todo se encaminaba a este momento”.

Sabía que Michael estaría preparado para lanzar el penalti.

-¿Quieres que lo tire yo?

-No, lo tiraré yo.

Y allí estaba yo, con el balón en las manos, colocándolo en el punto de penalti.

“¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho?”.

Me alegraba que Collina fuera el colegiado; él no iba a dejar que nadie se inmiscuyera en su trabajo en Sapporo. Los jugadores sudamericanos son muy buenos presionando al contrario, intentan intimidarlo y descolocarlo. Tengo buenas razones para saberlo mejor que nadie, así que no me sorprendió. El árbitro, el portero y Diego Simeone, todos estaban delante de mí, entre la portería y yo. Retrocedí dos o tres pasos. Simeone pasó justo por delante del balón, hacia mí. Se detuvo y me tendió la mano como esperando que se la estrechase. “¿Debería hacerlo? Ni hablar”

Miré más allá de él, a través de él, hacia la portería, intentando borrarlo. Luego, cuando me volví, Butt y Scholes se acercaron por detrás y apartaron a Simeone.

“Mis compañeros, así me gusta”. Miré el balón antes de empezar a correr. Todo se sumió en un completo silencio, me daba vueltas, tenía los nervios a flor de piel.

“¿Qué está pasando? No puedo respirar”.

Recuerdo que tomé dos grandes bocanadas de aire para intentar calmarme y no perder el control de la situación. Mis últimos dos penaltis habían sido con el Manchester, había lanzado el balón justo por en medio de la portería y los porteros, al lanzarse a un lado, ni lo habían rozado. “Vuelve a hacerlo ahora, David”. Estaba demasiado nervioso como para intentar una artimaña. Y no lo estaba sólo por mí. Lo importante era el equipo que capitaneaba. Nunca antes me había sentido tan presionado. Corrí hacia el balón y lo lancé hacia la portería con todas mis fuerzas. “Dentro”. El clamor. “¡DENTRO!”.

No es que fuera el mejor tanto de mi vida, pero, para mí, para todos nosotros esa noche, fue absolutamente perfecto. Corrí hacia él, lo chuté y -sabiendo de forma instintiva que era gol- seguí corriendo hacia el banderín del córner. Los nervios, la presión y los miedos del pasado desaparecieron. En ese par de segundos posteriores a que el esférico se colara en el fondo de la red argentina, vi los flashes que se disparaban en el campo. Cada vez que un pequeño fogonazo desaparecía engullido por la confusión y el colorido de las gradas, arrastraba con él todo lo que había ocurrido, lo que se había dicho y escrito desde mi tarjeta roja en Saint Etienne, hacia la lejanía del cielo nocturno. La expresión del rostro de mis padres en Heathrow cuando volví a Inglaterra, esa foto de un monigote mío colgando a la salida de un pub, los abucheos de la multitud en Upton Park y todo lo demás había desaparecido. La película que había estado viendo durante tanto tiempo llegó a su fin, se consumió. Dejé de pensar en ella por primera vez en cuatro años.

Con los brazos extendidos, crucé el césped hacia la afición con un equipo de jugadores ingleses con camisetas rojas haciendo todo lo posible por llegar hasta donde estaba antes de que desapareciera entre la multitud. Había tenido que sufrirlo. Lo ocurrido en 1998 había contribuido mucho a que me convirtiera en la persona en que me había convertido, alguien que capitaneaba a su país en un nuevo Mundial en 2002. Pero con un lanzamiento me había quitado aquel peso de encima para siempre. En ese momento estaba seguro de que, si daba un salto, podría ponerme a volar. De pronto, los demás chicos se pusieron a dar brincos y se lanzaron sobre mi espalda. Primero Sol y luego Trevor Sinclair. Rio también, abrazándome con tanta fuerza que apenas podía respirar. No era sólo mi momento, era el momento de todos.

Y, entonces, de forma igual de repentina, pensé que todavía no lo teníamos todo ganado. Argentina iba a hacer el saque de medio campo y un minuto después oiríamos el silbato, pero no era más que la primera mitad, no el final del partido.

En el vestuario no hubo gritos ni chillidos. Estaba todo tranquilo, la tensión se cortaba en el ambiente; como si la habitación no fuera lo suficientemente grande para contener la energía de los jugadores que estaban dentro. “¿No sería genial que mi gol fuera el decisivo?” Salimos al campo y, en la segunda mitad, lo retomamos donde lo habíamos dejado en la primera. Nada de aguantar el partido como habíamos hecho contra Suecia. Nada de perder la posesión del balón; al menos, no al principio. Buscábamos otro gol. Los cuatro defensas ingleses eran un muro inquebrantable. En el medio campo, anulábamos los pases argentinos y luego eludíamos a sus jugadores. Teddy Sheringham salió en sustitución de Emile Heskey y casi marca.

Si Cavallero, el guardameta argentino, no hubiera parado la vaselina de Teddy al borde de la portería, después de haberle pasado el balón desde el otro extremo del campo, habría sido uno de los goles más increíbles de la selección a lo largo de toda su historia.

Nicky Butt fue el mejor futbolista en el terreno de juego. Fue fantástico verlo ponerse a prueba en el césped. En el Manchester ni siquiera era una estrella como centrocampista, ni qué decir tiene en la selección, pero tuvo su oportunidad en el Mundial porque Steven Gerrard se perdió el campeonato a causa de una lesión. Nicky es un tipo callado, con un sentido del humor seco. Jamás ha sido la clase de persona que presume de lo que hace. Pero allí estaba, jugando contra el que muchos calificaban como el mejor equipo del mundo, dirigiendo el partido. Otras personas vieron por primera vez en Japón lo que nosotros ya sabíamos al jugar en el Manchester.

En los últimos veinte minutos, Argentina se hizo con el balón y empezó a jugar. No es que parecieran tan buenos, lo único que hacían era retener el balón a fuerza de voluntad más que de otra cosa. Parecía imposible detenerlos. “Por favor, no marquéis”. Yo empezaba a sentirme realmente cansado; sólo era mi segundo partido desde que me había lesionado el pie. Recuerdo que Sven me llamó cuando todavía quedaban diez minutos.

-David, ¿estás bien?

No le respondí. La expresión de mi cara lo decía todo. “Ni se te ocurra sacarme.

Tengo que estar presente cuando ganemos este partido”
.

Seba Verón había sido sustituido en la primera mitad por Pablo Aimar. Era el único jugador que parecía que podía desbloquear la situación y ayudarles. Cuanto más entrada la segunda mitad, más avanzaba, o sea que los centrocampistas se veían cada vez más obligados a intentar detener a Aimar. Acabamos pisándoles los talones a nuestros cuatro defensas.

Argentina era una ametralladora de chutes y pases cruzados. Y contaron con un par de buenas oportunidades. Para la afición que seguía el partido por televisión desde casa, ese último cuarto de hora debió de ser insoportable. Dave Seaman hizo un par de paradas geniales. Sol y Rio siguieron interceptando los tiros a portería de los argentinos. Era fantástico, pero quería que se acabase. Trataba de defender con el resto de chicos, pero deseando en realidad poder estar escondido detrás del sofá con los ojos cerrados, junto a la afición inglesa en casa.

Cuando sonó el pitido de final de partido, Rio y Trevor vinieron corriendo hacia mí. Fue una sensación realmente genial, tanto para nosotros como para los hinchas. Llamé a Victoria desde el túnel una media hora después del partido. Me costaba mucho expresar las cosas en ese momento y no escuchaba ni una palabra de lo que ella decía. Estaba en casa de sus padres; la tenían abarrotada de familiares y amigos que no dejaban de gritar y cantar en el jardín. Más tarde, llamé a Dave Gardner y me contó que en Inglaterra estaban todos como locos. Se encontraba en plena Deansgate, la calle comercial principal de Manchester. Me contó que los coches no habían podido circular por allí desde el final del partido. Se celebraban fiestas en plena calle.

Jamás había visto nada parecido. Hablé con Simón, uno de los chicos de la empresa que me representa, SFX, quien estaba en Londres y se había abierto paso hasta Trafalgar Square. Allí estaba ocurriendo lo mismo. Como hacía después de cada partido en 2002, también llamé a Gary Neville. Se mostró muy optimista, pese a no haber podido estar allí por su lesión. Esa noche fue la vez que lo oí decir:

-Ojalá hubiera estado allí.

Gary es un jugador de equipo. Es el perfecto jugador de equipo. Sabía exactamente lo que significaba ganar un partido importante como el disputado contra Argentina. Le habría encantado formar parte de aquello. Yo necesitaba que me contase qué estaba ocurriendo en casa y él quería que yo le contase hasta el último detalle de la celebración que estaba teniendo lugar en Japón.

Si había algo que no podía hacer que ocurriese, era volver a Inglaterra minutos después de una gran victoria en el Mundial o en los Campeonatos de Europa para ver las celebraciones y unirme a la locura general en casa. Me habría encantado disfrutar de la emoción cuando marcamos, la gente dando saltos, besándose y abrazándose en Londres, en Manchester, en Birmingham, en Newcastle, en todas partes. Me encanta.

En Sapporo no quería dejar el campo. Si había un jugador inglés, un hincha inglés todavía sobre el césped, yo quería estar allí celebrándolo con ellos. Al final fui hacia el túnel para conceder una entrevista televisiva y luego dirigirme al vestuario. Fui el último en entrar. Terry Byrne y Steve Slattery se acercaron a mí y me abrazaron. Sven Goran Eriksson me estrechó la mano. Sabía lo que significaba para el equipo. El disco de Usher volvía a resonar. Rio marcaba el paso en pleno centro del vestuario, mientras iba pateando los equipos que estaban en el suelo y las tobilleras. Ojalá hubiéramos jugado contra Brasil al día siguiente. Incluso esa misma noche. Nos sentíamos muy fuertes, todo el mundo seguía con el ‘subidón’ de la victoria. No cabía duda de que habíamos ganado. La atmósfera en el vestuario después de haber vencido a Argentina nos hizo sentir que esa alineación de la selección era invencible.

De vuelta en el hotel, mis padres me estaban esperando. Acudieron a todos los partidos de Japón. Mi madre estaba llorando -justo lo que necesitaba para empezar yo también-; creo que mi padre tuvo que contenerse.

-¡Estoy tan orgulloso de ti, hijo!

Tony Stephens consiguió llegar hasta allí después del partido. Es un gran forofo además de representante en el mundillo del fútbol, y había pasado una noche maravillosa junto al resto de la afición inglesa en el estadio. Se acercó y me dio un abrazo.

-Ha sido increíble, David. A ver cuándo escriben tu biografía.

La sala que nos habían reservado tenía un aire muy japonés: una estancia enorme de color gris claro con las paredes desnudas; grandes mesas rectangulares cubiertas con manteles blancos; comida y bebida para que la gente se sirviera. No era exactamente el modo en que uno dispondría las cosas para una gran fiesta. De todos modos, el cansancio empezó a aflorar en cuanto todos habíamos compartido una o dos botellas.

Algunos de los chicos se fueron pronto a dormir, sobre todo los que no tenían una familia que los esperase. Los demás nos fuimos apagando poco a poco, brindando por el Inglaterra 1 -Argentina 0 con un par de copas de vino.

Allá donde fuimos ese verano tuvimos a la mayoría de japoneses por compañía. Hacían todo lo posible para que nos sintiéramos como en casa, si es que eso era factible en un país tan distinto al nuestro. Recibía sacas llenas de postales y cartas en el hotel enviadas por la afición japonesa.

“Buena suerte Beckham. Buena suerte Inglaterra. Nos alegramos de que estéis en nuestro país” .

Sentíamos que teníamos que darles algo a cambio, encontrar una forma de expresar nuestra gratitud. Hablamos con Paul Barber de la FA y yo sugerí que el encuentro con algunos escolares sería una buena forma de hacerlo. Lo arreglamos para que Rio y yo fuéramos a un lugar que no quedaba muy lejos de donde estábamos concentrados una tarde después del entrenamiento. Pensamos que sería un bonito gesto hablar con los niños, muchos de los cuales sabían inglés, y regalarles un par de equipos de la selección y otros recuerdos. Entramos juntos a un vestíbulo y había cientos de niños sentados en filas perfectamente formadas, esperando con paciencia. El lugar estalló en júbilo cuando nos vieron. Fue genial, y creo que Rio y yo nos sentimos embriagados tras ese par de horas, al igual que los niños.

Habría sido ideal aprovechar el ‘subidón’ de la victoria contra Argentina en otro partido demoledor contra otro equipo importante. En lugar de eso, tuvimos que esperar casi una semana para enfrentarnos a Nigeria en nuestro último partido de grupo. Un encuentro que, a esas alturas, no teníamos que ganar para seguir en el Mundial. Esos cinco días fueron lo suficientemente largos para perder parte de la inspiración de la tarde del viernes anterior. Al haber derrotado a los favoritos del torneo, de pronto todos esperaban que nos encargásemos de aquél que se pusiera en nuestro camino sin sudar ni una gota. Al final resultó que sudar fue lo único que hicimos en Osaka cuando llegó el miércoles por la tarde.


(continuará…)

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