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El jugador de fútbol (Mauricio Zavala - México)


Jugar al fútbol y que te den dinero por ello está muy cerca de ser el sueño perfecto para la mayoría de la población masculina a nivel mundial. En las oficinas, cuando un empleado se siente atrapado entre cuatro paredes, no hay mejor solución que la de tomar cualquier cosa que pueda ser pateada y cerrar los ojos unos cuantos segundos para sentir que se está sobre una cancha de fútbol, pasando a segundo plano si el escenario es un campo de verde pasto o un auténtico lodazal.

El timbre que anuncia el receso en las escuelas primarias y secundarias no es sino la primera llamada para el enfrentamiento próximo a iniciar. Los parques públicos aún sin tener un calendario en toda forma saben que en la naturaleza del ser humano se encuentra el utilizar las horas supuestamente destinadas a la comida para disputar un cotejo apasionante y en el que los más desfavorecidos se olvidan de sus penas para volar como el más grande de los arqueros o para driblar al más puro estilo del más renombrado de los jugadores brasileños del momento. Pasar largos minutos pegado a ese mágico objeto redondo, patearlo y dejarte llevar por su seductora esencia es la ilusión de cualquiera, todavía más cuando recibes ingresos por ello.

Se dice que una cantidad considerable de quienes vamos a un estadio lo hacemos por el deseo de entregar, al menos por 90 minutos, nuestra responsabilidad de librar una batalla diaria en el talento y debilidades de once seres humanos. Quizás sin entenderlo del todo, cada futbolista carga sobre sus espaldas con la esperanza de cada uno de los seguidores que asistió a apoyarlo, además de las de otros tantos millones que siguen las incidencias de un cotejo a través de los diversos medios de comunicación. Y eso, permitir que otro hiciera maravillas con la pelota, es lo que yo permití hace algunos años, en los que me decidí a estar muy al pendiente de las andanzas de un jugador que se salía de la norma, que amaba al deporte más popular del planeta por encima de cualquier cosa.

El silbatazo inicial

Cuando menos me lo esperaba, y pensando que ya lo había visto todo en materia de fútbol, me topé con Juan Ramírez Bustos, hombre de baja estatura, de personalidad agradable para sus seguidores y con un talento natural para establecer un romance con la pelota. Ahí estaba él, sobre la cancha, dominando la redonda y disfrutando cada instante en el que el balón se convertía en una extensión de su cuerpo. Los ojos de nosotros, los aficionados, se negaban a parpadear con tal de no perdemos un solo detalle de lo que ocurría frente a nosotros.

Para abajo, para arriba; hacia la izquierda, hacia la derecha, de nuevo para arriba... y se viene el remate espectacular, la chilena letal con una dirección precisamente calculada para que el balón no vaya más allá de las peculiares redes. Incluso si quienes lo vimos hubiéramos tenido papel y pluma a la mano, nos hubiera costado trabajo diagramar cada uno de los movimientos realizados por uno de esos jugadores que en cuestión de segundos te atrapa para siempre y te obliga a volver al campo de juego.

La curiosidad hizo que, por separado, cada uno de los que observábamos su accionar investigáramos aún más detalles sobre él, pues hasta antes del partido que libró frente a nuestros ojos no había hecho absolutamente nada, ni siquiera existía en la inmensa masa de habitantes de la Ciudad de México.

Minuto 45

Días más tarde, aprovechando que gozaba de un tiempo libre, volví para disfrutar del espectáculo. No sabía si lo encontraría, pues es natural el temor a que una experiencia se convierta en rutina a partir de la segunda ocasión. Pero no fue así: disfruté, de nueva cuenta, sus malabares con la pelota y volví a desear sentirme tan libre como ese individuo al que le bastaba el talento con las piernas para ganarse la vida en las transitadas y contaminadas calles del Distrito Federal.

Ahí estaba él, con la de gajos en los pies y con un cronómetro incrustado en el cerebro para saber con exactitud cuándo debía comenzar su número artístico-deportivo y cuándo finalizarlo con el remate espectacular que llevaría el balón justo a la caja o a la cubeta que él utilizaba como destino final para un balón que ya no sufría al estar en las redes ficticias; prefería aguardar con paciencia a que el semáforo volviera a ponerse en rojo y así reanudar la acción.

De tanto pensar en el talento futbolístico de ese singular jugador, no atiné a darle la moneda que consideraba merecida para su talento. Bueno... en realidad la que podía darle, porque si tuviera que ver con auténticos merecimientos habría cambiado la recompensa de diez pesos por un billete de alto valor.

Curioso que de un día para otro me gustara ver el alto en el semáforo. Y varios más pensaban como yo, pues aunque no lo dijeran expresamente, la velocidad de los automóviles que conocían el espectáculo casi gratuito que estaban por ver disminuía radicalmente en esa cuadra en la que se mezclaba el amor por los deportes y la nostalgia de saber que grandes talentos deportivos se pierden entre la pobreza y la desigualdad que a diario azota a nuestro país.

Minuto 80

Confieso que nunca antes me había inquietado la idea de establecer una relación más estrecha con limosneros. La sociedad y el entorno nos enseñan a desconfiar de ellos, a pensar que son personas irresponsables que prefieren abrir la palma de la mano para exigir lo que ellos no son capaces de generar con su trabajo. Pero de muy poco me importaron los paradigmas y decidí entablar una conversación con Juan Ramírez. En esa primera plática, en la que él se mostraba algo apurado por seguir visitando a los automovilistas antes de que apareciera la señal de siga en el semáforo, fue como supe su nombre.

En los días siguientes, busqué cualquier pretexto para pasar por esa calle, ubicada al Sur de la mal llamada "Ciudad de la Esperanza". Estoy seguro que ustedes, como yo, saben que dominar la pelota no siempre es garantía de ser un jugador práctico y útil para los principios colectivos, por lo que no aguanté las ganas de preguntarle si jugaba partidos en algún lado. Y sí: lo hacía una o dos veces por semana, al igual que los futbolistas profesionales. Le pregunté dónde y así fue como supe cuál iba a ser mi lugar de destino el siguiente domingo por la mañana.

Llegué al lugar de la cita no pactada y noté, a golpe de vista, que no era el único que estaba siguiendo sus pasos. Un grupo nutrido de cerca de 50 personas se encontraba alrededor de la cancha de tierra en la que estaba por escenificarse una nueva batalla. Miré hacia uno y otro lado hasta encontrar a Juan Ramírez, quien había dejado de lado sus pantalones rotos y sus tenis polvorientos, para colocarse un uniforme blanquiazul de marca desconocida, más adelante sabría que esa indumentaria correspondía a los Coyotes, y unos tachones de fútbol que se veían desgastados y, casi con seguridad, malolientes.

Ya el tablero y sus piezas estaban dispuestos para que se produjera el pitido inicial. Los Coyotes y las Panteras se medían en un torneo que nunca pensé que llegaría a importarme; es más, hasta antes de toparme con Juan Ramírez ni siquiera contemplé la posibilidad de saber el nombre de una competencia destinada a perderse en el anonimato, tal como sucede con la gran cantidad de justas que no cuentan con una cobertura mediática.

A la distancia, escuché el sonido emitido por el silbato del árbitro para dar inicio a las hostilidades. Lo que a continuación presencié me dejó extasiado y con ganas de entrar al terreno de juego para ser uno más de los actores secundarios que engalanaban la enorme capacidad de esa persona que a diario viajaba con un balón para intentar ganarse la vida y lograr que los automovilistas que pasaran por su zona de trabajo se dignaran a darle unas cuantas monedas.

Fue en el primer cuarto de hora cuando el número diez de los Coyotes tomó la pelota desde la cintura del campo, se quitó a un par de hombres y enfiló hacia la medialuna, donde sacó imponente disparo para estremecer las redes y generar los aplausos de los presentes. El equipo rival tuvo más poder de respuesta que el que yo esperaba. Diez minutos después de que se abriera el marcador, un error del arquero blanquiazul permitió que los cartones se emparejaran.

El tiempo de la primera mitad se consumía. Ramírez había estado muy activo. Lanzaba pases a profundidad con precisión milimétrica y lo mismo driblaba con la pierna derecha que con la izquierda; sin embargo, el cancerbero de las Panteras aprovechaba la poca eficacia de la delantera oponente para congelar el peligro y así perfilar que su escuadra no se fuera perdiendo al entretiempo.

Y llegó el segundo chispazo, la jugada genial. Ya con el silbante mirando su cronómetro, apareció el limosnero mencionado para tomar la pelota en tres cuartos de cancha, quebrarle la cintura a un marcador, enfilar hacia línea de fondo y mandar diagonal retrasada para que uno de sus coequiperos simplemente empujara la pelota hasta el fondo de la malgastada puerta enemiga. Hora de ir a un descanso más breve de lo acostumbrado, pues el hombre de negro advirtió con la mano a los jugadores que debían apurarse para que el otro cotejo programado empezara sin alteración alguna.

La tentación de ir a saludar a quien en cierta forma se estaba convirtiendo en mi obsesión futbolística rondó mi mente. Lo medité y decidí que era mejor esperar a que concluyera el duelo. Además, por más buen jugador que fuera, me negaba a entablar una relación estrecha o de admiración hacia alguien que pedía dinero en la calle y que, con toda seguridad, tendría cualquier cantidad de vicios.

En cuanto iniciaron los últimos cuarenta y cinco minutos, me quedó claro que la misión del equipo contrario al de Juan consistía en golpearlo hasta que dejara de tener tanta movilidad. Y lo consiguieron, pues después de un destacado regate de izquierda a derecha, el número cinco rival le realizó una fuerte plancha al tobillo derecho. Ramírez se incorporó, pero a partir de ese momento -minuto 60 de tiempo corrido- no volvió a ser el mismo, aunque permaneció en el terreno de juego ante la inexistencia de sustitutos en el banquillo. Gajes del balompié llanero...

El panorama se ensombreció aún más. A falta de cerca de diez minutos para el desenlace, las Panteras empujaron hasta conseguir el tanto que devolvía la paridad al marcador. Entretanto, el objetivo de mi visita cojeaba notablemente y tocaba muy esporádicamente la pelota.

Un tanto decepcionado por el empate, reflexionaba sobre quedarme o no para charlar con el mejor futbolista ambulante que había visto en mi vida. Y así fue, en ese preciso parpadeo mental, en el que debió empezar a gestarse la más grande demostración de talento y capacidad que me haya tocado ver en vivo. Cuando yo reaccioné, la de gajos estaba en tres cuartos de cancha por la izquierda. El ocho de los Coyotes engaño a su marcador con un pique fingido hacia el centro para de inmediato profundizar por el mismo carril y mirar con fugaz velocidad hacia el área. A primera vista, pensé que la de gajos iba hacia el rematador que se encontraba colocado por el área penal. Pero no... la pelota iba más atrasada, hacia un jugador que cojeando iba hacia ella. A continuación, Ramírez, ante lo difícil de rematar de volea, se colocó de espaldas y desafió las leyes de la gravedad al suspenderse en el aire y conectar con pierna zurda un balón que terminó incrustándose en el ángulo superior izquierdo de la meta enemiga. No hubo tiempo para más. Todos, incluido el arbitro, queríamos irnos con esa épica estampa futbolera, con esa imagen que de haber sido realizado entre equipos profesionales habría quedado guardada para siempre como una de las más hermosas en la historia del balompié.

Minuto 90

Esperé a que la gente se dispersara y a que la atención se centrara en el enfrentamiento que estaba por comenzar. Seguí con la vista a Juan Ramírez, quien solamente se había limpiado el sudor con la misma toalla con la que lo hacía en el día a día en su vida de limosnero y tomado una bolsa de plástica en la que llevaba su balón y sus tachones, de los cuales ya se había despojado para volver a sus polvorientos tenis. Le fui dando alcance de a poco hasta que él mismo disminuyó la velocidad. Lo felicité por el partido y le pregunté por qué no iba a probarse a un equipo profesional. Se limitó a esbozar una sonrisa y a apurar el paso, como si tuviera algo de prisa. Lo dejé de ir, pero después de que el diera dos o tres pasos, volví a llamarle al tiempo que, impulsado por el sentimiento natural de un aficionado que tiene a un ídolo sobre el campo de juego, sacaba los dos únicos billetes de quinientos pesos que traía en la cartera y se los ofrecía. Sus palabras me dejaron una lección de vida, de amor al arte. "Gracias, pero no se lo voy a aceptar. Yo no quiero ser profesional, no quiero ganar montones de dinero. Sólo quiero jugar y tener lo elemental para vivir. Pido cinco o diez pesos a la gente, pero nada más, porque lo demás me lo da el fútbol".

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