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El último pateador de punta (Carlos Hugo Mercapide - Argentina)


El juego del fóbal en el barrio, -por lo menos en el nuestro-. y hasta donde nosotros salíamos a competir por guita. Que era esa cuadra larga, que formaban las casas todas iguales del ferrocarril, terminando en el triángulo de las vías.

Fue transformando sus tácticas.

Se fueron dando cambios fundamentales en sus formas, -como algunos dirían- "en la filosofía del potrero", lógicamente sin perder el ancestral virtuosismo del toque, que es el condimento esencial de estos reductos polvorientos, donde se busca la gloria cotidiana tras la redonda.

Creo que todo comenzó cuando pusimos los arcos, que en realidad en un primer momento fueron solo dos tirantes erguidos plantados paralelos a cuatro "pasos de burro" de distancia, sin travesaños, con el cielo como limite o hasta la altura del que le tocaba atajar.

Si la toca es gol, sino es "alto" se reglamentaba, eso si, si no salta es gol por definición, para evitar la avivada.

Augusto "Puntin" Palomeque se había tomado ese año textualmente. Los últimos días de un caluroso diciembre, entre los petardos, cañitas voladoras, la ensalada rusa y el clericó de las fiestas se entero que el año entrante era bisiesto, y lo siguió al pie de la letra.

Ya desde los primeros días de enero comenzó con el ritual de las dos siestas, una a la mañana después del desayuno y otra "la normal" justo en el momento de más calor de la tarde. Lo despertaba la hermana con el mate, se calzaba los cortos, las "Flecha" y salía con su paso cansino, de número cinco antiguo, lento pero ágil para el quite, los pelos de la nuca aun alborotados por la almohada, camino de la canchita, donde los pibes estaban pateando todos en un arco o tirando centros "hasta que aprenda".

Así pasaba la vida, sin nervios, en el lejano y postergado pueblo, de esta Patagonia sin fin.

Alguna vez se le cruzó en los pensamientos, mientras dejaba que una tarde se fuera, -se fijó en su mente-, (como la búsqueda de la mujer ideal) y se transformó en su fantasma cada vez que iba a recibir un córner. Imaginaba que al elevarse para cabecear, quedaría mantenido en el aire para siempre, sin poder bajar, de ahí su insistencia para patearlos siempre él.

Los cambios en las tácticas fueron especialmente en el trato del balón, -en la sistematización de un avance en bloc-, se trataba de evitar la gambeta de arco a arco, -la apilada si-, pero no morfarsela solo. Rematar una subida con una descarga en pared, con un centro atrás bien colocado, con una pasada de largo que deja pagando al arquero, y -definitivamente descartar la definición de punta-, se buscaba terminar con ese maltrato a la de cuero, nunca más de puntin, utilizar para siempre el cariño del empeine.

Salvo para "Puntin" Palomeque, shoteador milimétrico, -micrométrico decían los más perfeccionistas-, único en la ejecución de los tiros libres, que para el asombro de circunstanciales espectadores o curiosos que detenían su paso junto a la canchita, para descansar las manos de las cortantes manijas de las latas de kerosén, siempre le daba de punta.

Creo que ellos comenzaron la leyenda, que luego se expandió de boca en boca inmortalizando al "último pateador de punta".

Sus hazañas que inevitablemente se fueron agrandando según el disertante, rápidamente pasaron los limites del barrio, y de lo real, se exageraban las distancias hasta lo infinito, hasta lo astronómico potrerilmente hablando.

Se decía que una vez la metió de setenta metros, con barrera de ocho hombres y el Gordo Orujo de arquero, que era decir mucho porque el gordo llegaba con los hombros al travesaño.

No se en que noche estrellada, pero la luna salió plateando el campito de pocos yuyos, eternamente barrido por el viento y la cruz del sur se clavó en el arco de enfrente, el que no da a la calle.

En el aire se respiraba el suave olor del verano.

Puntin volvía a la casa alumbrando su camino solo con la luz del faso, pensativo, alargando las dos cuadras finales, cuando entre las sombras del potrero alguien hacia "jueguito" con una bola blanca, flamante, perfectamente redonda, acariciándola sin hacer ruido, del empeine a la frente, de la frente al taco, del taco a la rodilla y así mágicamente por un tiempo fantástico, eterno, acrobático y lógicamente irrepetible.

Hasta que lo llamó en un ademán, como obligándolo.

-Metete..., que te mando un centro!

El muchachón tiro el cigarro sorprendido, y emprendió la carrera con su paso de siempre. Ecuación entre agilidad y vagancia, a enfrentar el fulbaso que ya había partido de la noche cerrada del lateral derecho. Venia en el aire brillando, quizá con un silbido, reflejando cada estrella que pasaba por sus gajos y encandilandolo cuando en uno se posó la luna.

Iba solo, el área era un páramo.

No sintió el "mía...!" del arquero, ni el empujón del estoper en la espalda, ni un compañero gritándole:

-Fijáte!

Sin marcas y en la oscuridad, se elevó en cámara lenta, seguro, con el gol en los ojos, midiendo la trayectoria, y en el impacto del frentazo con la globa estallaron luciérnagas prendidas, la blanca fulgurante rajó el aire, y se clavó en un ángulo del arco vacío, sin dejar sombra.

Augusto "Puntin" Palomeque, siguió en un vuelo etéreo, elevándose sin detener el salto, pasó el travesaño, el techo de las casas y los árboles más altos, hasta que una triste luna lo perdió en su luz y la noche borró su figura.

Nadie lo vio, pero yo sospecho, conociéndolo como lo conocí, que iba con una sonrisa en los labios, dándole el último adiós a los años de mayor libertad de su vida, la infancia.

Y que al gol no lo gritó, seguro..., por no romper la perfección del silencio.

(Mi agradecimiento a Carlos por permitirme publicar este cuento)

1 comentario:

Anónimo dijo...

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