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La tragedia que cambió el fútbol


El tiempo no ha logrado borrar de la memoria el horror de aquella tarde en Sheffield. 96 hinchas del Liverpool murieron por aplastamiento y asfixia en la tribuna oeste del campo de Hillsborough, en Sheffield. La tragedia significó el final de una época, el acta de defunción del fútbol como rito tribal de la clase obrera en Inglaterra y, en buena medida, en el resto de Europa.

De las consecuencias de aquel drama se deriva el perfil actual del fútbol: un espectáculo que se interpreta prioritariamente en términos económicos, propulsado por las grandes compañías de televisión, gestionado por magnates y arribistas, generador de un nuevo tipo de aficionado (el espectador virtual a través de la teletaquilla), aceptado como un colosal juguete por la sociedad actual. Por supuesto, el fútbol había perdido su inocencia en Heysel, donde murieron 39 hinchas de la Juve tras el brutal ataque de los hooligans del Liverpool. Fue su momento de máxima degradación, pero aquella tragedia repercutió principalmente sobre la conciencia del fútbol, a través de una perspectiva moral. El efecto de Hillsborough tiene otra naturaleza. Se relaciona con una mirada práctica, con el nacimiento de una nueva época que destierra viejos hábitos y alumbra un tiempo diferente.

El 15 de Abril de 1989, las hinchadas del Liverpool y el Nottingham Forest se dirigieron en masa hacia Sheffield, el lugar elegido por la Federación Inglesa para disputar la semifinal de Copa. El partido convocó a 25.000 aficionados de cada equipo, en su mayoría menores de 25 años. El escenario del partido era Hillsborough, un estadio construido en 1899 entre las callejas de una ciudad industrial. Un típico campo inglés: viejo, mal acondicionado, símbolo de un tiempo que llegaba a su fin. El tiempo del fútbol como gran bandera de las clases populares en Inglaterra.

Todo lo que podía ir mal aquel sábado de Abril, fue rematadamente mal. La tribuna oeste de Hillsborough, conocida como Leppings Lane, observaba todas las condiciones para convertirse en un matadero. Pequeña, seccionada por barras de hierro que actuaban a modo de rediles, precedida por escasos y angostos pasillos, rematada por una valla que impedía el acceso de los hinchas al terreno de juego.

A las 14.45, un cuarto de hora ante de comenzar el partido, la parte central del fondo se encontraba atestada de gente. Pero los seguidores del Liverpool continuaban entrando hacia ese sector de la tribuna. Algunos aficionados comenzaron a protestar a los agentes de policía por los primeros síntomas de aglomeración. Pero lo peor estaba por venir. A David Duckenfield, el superindente encargado de la seguridad, se le había designado en su puesto sólo 19 días antes. No contaba con experiencia alguna para manejar esa situación.

El partido comenzó a las 15 horas, pero las cámaras de la BBC dedicaban más atención a lo que sucedía en el fondo oeste que en el campo. Se hacía evidente la posibilidad de una catástrofe. Agolpados en el sector central de la tribuna, los seguidores del Liverpool pedían a los agentes que cerraran las puertas de acceso. Fuera del estadio, un número insuficiente de policías no conseguía detener a la marea humana que se dirigía desde el callejón de Lepping a las puertas de entrada del fondo oeste, atestadas de hinchas, unos con entradas, otros sin ellas. Dentro y fuera del estadio, reinaba la confusión y el pánico.

En los dos primeros minutos del encuentro, el Nottingham lanzó dos saques de esquina. Algo terrible debía suceder: algunos espectadores saltaron las vallas y entraron en el campo. Querían detener el juego. "Ahí dentro está muriendo nuestra gente", le dijo un aficionado a Alan Hansen, capitán del Liverpool. Pero el juego continuó, mientras cerca de 2.000 hinchas pugnaban por acceder al fondo oeste.

Un policía solicitó al superintendente Duckenfield el permiso para abrir una de las puertas. Duckenfield, que luego aseguró que la puerta fue derribada por los hinchas, dio el permiso para abrirla. La gente entró en tropel, aplastando, derribando, asfixiando. La tragedia era irremediable. Sin embargo, la policía se negó a abrir las portezuelas que daban acceso desde las vallas al terreno de juego. Se sentían más preocupados por impedir la invasión del terreno de juego que por aliviar el drama de la muchedumbre atrapada en el matadero.

El partido terminó en el minuto siete, instantes después de un tiro al palo de Peter Beardsley. En el otro fondo del campo, la tragedia se había consumado. Las cámaras de televisión recogían la espantosa escena de cientos de hinchas luchando con desesperación por sus vidas. 96 personas no lo consiguieron. Se habló de la responsabilidad de los hoolingans, pero el desastre se consumó sobre todo por la incompetencia de la policía, por las deficientes condiciones del estadio, por el descontrol que presidió los acontecimientos de aquella tarde mortífera.

El juez Peter Taylor fue designado por el gobierno para investigar la tragedia, dirimir responsabilidades y elaborar un informe decisorio. En sus conclusiones, el juez Taylor propuso un nuevo escenario para el fútbol, en la confianza de evitar tragedias como las de Hillsborough. El gobierno asumió las directrices del informe, destinado a cambiar el destino del fútbol en el Reino Unido y, por extensión, en el resto de Europa.

Se eliminaron las vallas, se obligó a los clubes a disponer en los campos sólo de localidades de asiento, se instruyeron todas las medidas para convertir los estadios en lugares seguros y confortables. Fue el final del fútbol como una ceremonia tribal destinada a satisfacer el ocio de la clase obrera. Así había ocurrido desde el siglo XIX. A finales del XX, el fútbol es otra cosa. Es el tiempo del dinero, del comercio, de la televisión, del espectador virtual que no ocupa su asiento en el campo, sino en el sofä de su salón. Es el fútbol que nació de la tragedia de Hillsborough.

(artículo de Santiago Segurota publicado en el diario “El País” de España del 15/04/1999)


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