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Arquero suplente (Daniel Delfino - Argentina)


El domingo venía River a la Bombonera y no se habría podido ni empatar en Liniers, si se quería mantener la ventaja de un punto sobre los primos de Núñez. Clásico y última fecha. Sólo empatarle a River significaba ser campeón. Era la final más fascinante que nadie hubiera imaginado. Dar la vuelta frente a los enemigos eternos de la banda roja.

Sin embargo, en el banco de Boca alguien maldecía para sus adentros. Mario Fermata, el eterno arquero suplente de los de la Ribera, veía cada vez más remota su chance de ser titular. Ya llevaba cuatro años detrás de Podeley.

A veces creía que nunca más entraría en una cancha para jugar. Aquellos días defendiendo la valla de Banfield le parecían de otra vida. Boca lo había comprado por sus buenas actuaciones en el club del sur, pero esa misma temporada también había comprado a Podeley a Independiente Rivadavia de Mendoza. Y después de los primeros partidos en que alternaron la titularidad, el técnico de aquel momento optó por Podeley para el puesto, el que jamás abandonó.

El tiempo y su seguridad bajo los tres palos lo hicieron capitán y referente del equipo. La 12 lo hizo ídolo. Fermata estaba convencido de que él tenía la misma capacidad, pero jamás le habían dado el chance de demostrarlo. Además, la salud de Podeley era inquebrantable. Ni un resfrío ni una uña encarnada lo marginaron de partido alguno. Su nombre se doraba de gloria domingo a domingo.

El apodo de ‘el imbatible’ le ajustaba de maravillas. Había tardes en las que parecía ser más grande que el arco. En cambio a él lo habían bautizado ‘el bancario’. Sus compañeros decían que para Fermata el fútbol era como trabajar en un banco. Y eso le dolía, porque los años pasaban y su nombre no encontraba lugar en la historia grande de Boca Juniors. La gente lo recordaría con una risa irónica como “el suplente de Podeley”, que sería lo mismo que decir “la sombra de Podeley”.

Lo torturaban estos pensamientos. A veces, subido a la paranoia desatada en la sociedad por la implantación de la pena de muerte en el país, fantaseaba con la idea de que Podeley asesinara a alguien. El durísimo nuevo gobierno había impuesto la pena capital para los crímenes dolosos y ya se había ejecutado a tres asesinos en la Plaza de Mayo, según establecía la temible nueva ley.

Y aquella tarde en la cancha de Vélez su mente hizo un clic. La fuerza ingobernable de su frustración comenzó a mover los hilos de su estrategia. Ya había sido suficiente.

Su plan, el que durante tantas noches había pergeñado con la libertad de lo que nunca se llevará a cabo, ahora se le presentaba como la única posibilidad de alterar el rumbo de su destino. El brebaje que le había ofrecido aquella bruja de la calle Tres Arroyos era su única posibilidad de iluminar de gloria su carrera.

La tenebrosa anciana preparaba una extraña sustancia que, sin dañar seriamente, provocaba un par de semanas de intensos dolores estomacales. Le había sugerido que se lo proporcionara a Podeley y así él tendría su ansiada chance en la primera de Boca Juniors.

La gorda chance de sus sueños era sin lugar a dudas el domingo que se avecinaba. El lunes por la mañana, ahogando las estridentes voces de su conciencia, se encaminó hacia la calle Tres Arroyos.

El sábado, después de un liviano entrenamiento, como acostumbraba, se quedó practicando penales con Podeley. En el vestuario, mientras se cambiaban, le ofreció una gaseosa. Su contenido estaba mezclado con el brebaje. Fermata no dudaba: el partido con River sería su consagración y su acceso a la titularidad. Fermata sólo pensaba en sí mismo. La foto del campeón humillador de River lo incluiría. La historia lo encontraría en sus páginas doradas. Confiaba ciegamente en su talento.

Por la tarde, en la concentración, al cabo de un encarnizado partido de truco, Podeley comenzó a quejarse de un intenso malestar estomacal. Vomitó varias veces, hasta que los médicos, por precaución, decidieron internarlo.

A partir de ese momento, el técnico Pereyra se volcó a Fermata. Fermata se convirtió en la persona más importante de su vida.

El domingo, descartado definitivamente Podeley, quien empeoraba en su estado de salud, Fermata fue tapa de los diarios y los millonarios de Núñez se relamían con la certeza de que el imbatible no estaría bajo los tres palos xeneizes.

A las cinco de la tarde, puntualmente, dio comienzo el fabuloso match. La Bombonera lucía atestada de gente y todos los flashes cayeron sobre él. Los fotógrafos, mayormente, habían elegido instalarse detrás de su arco, nadie le daba crédito.

Sin embargo, su actuación del primer tiempo fue maravillosa e inolvidable.
River, que había mostrado una marcada superioridad sobre los de La Ribera, no pudo de manera alguna doblegar el escollo del inesperadamente fantástico Fermata.

Los jugadores de Boca habían sentido el bajón anímico del drama de Podeley.
Para colmo, durante el entretiempo alguien trajo la noticia de la muerte del imbatible. El técnico, hondamente conmovido, pidió que en su memoria ganaran el campeonato.

Fermata, al escuchar la noticia de la muerte de Podeley, sintió que su cuerpo se paralizaba. Las sensaciones bloquearon su sangre.

En las tribunas la noticia cayó como un balde de agua fría. La hinchada de River continuaba alentando a su equipo y desplegando un folclórico humor negro. La ventaja del shock en los jugadores de Boca era prácticamente la obtención del partido y del campeonato.

Pero las cosas en el césped fueron totalmente distintas. El once xeneize salió a jugar el segundo tiempo de manera magistral. Como si los animara el espíritu de Podeley desde el cielo, arrinconaron a River sobre el arco del Riachuelo, y a pesar de que el gol no llegaba, la superioridad auriazul era abrumadora.

Fermata, en el otro arco, continuaba conmocionado. La palabra asesino resonaba fantasmalmente en su mente. La felicidad de estar bajo sus ansiados tres palos se extinguía totalmente con la muerte de Podeley. Nunca deseó matarlo. Ni en sus delirios más absurdos había abrigado esa posibilidad. Sólo sacarlo del medio y tener una posibilidad de quedar en la historia. Y todo había funcionado de maravillas. La gente sólo se acordó de Podeley en el entretiempo, por la conmocionante noticia de su muerte. En la cancha su actuación ya lo había asesinado.

Fermata sudaba, sus manos tambaleaban. La certeza de que tarde o temprano saldría a la luz su cobarde ardid, lo sumía en una parálisis de pánico. Los sabuesos llegarían hasta él. La vieja de la calle Tres Arroyos lo delataría.

El partido se jugaba en campo de River y eso hacía que no se interrumpieran sus tortuosos pensamientos. Pero a los 44 minutos, y sin que Boca hubiera podido quebrar el marcador, una escapada aislada de Buschiazzo, el centrofoward riverplatense, terminó en penal. Hugo Corino, el aguerrido marcador central xeneize, debió derribarlo desde atrás, ante la falta de achique de Fermata.

El estadio enmudeció un segundo. La popular del Riachuelo estalló en gritos, agitando con algarabía las banderas rojas y blancas. Fermata comprendió que estaba sentenciado. Su mente lejos, muy lejos de aquella abarrotada Bombonera.

Cuando el habilidoso Luser colocó la pelota en el punto del penal, no veía al diez de la banda roja, veía a un pelotón de fusilamiento. Se paró frente a ellos, aterrorizado. Pensó en su mamá, en su mujer, en su pequeña hija Liliana. De soslayo, observaba que la gente en la Plaza de Mayo gritaba por su muerte.

Con todo el arrepentimiento de su corazón le pidió perdón a Podeley. Láser ejecutó con el alma y Fermata ante las balas se arrodilló hecho un bollito en el suelo.

El cañonazo pegó en su cuerpo con violencia y se desvió. La popular de Boca estalló en festejos. Cuando sus compañeros corrieron a abrazar a Fermata, con horror descubrieron que estaba muerto.

Fermata sólo pensaba en sí mismo. La foto del campeón humillador de River lo incluiría. La historia lo encontraría en sus páginas doradas.

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