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La verdadera creación (Germán Kijel - Argentina)


Un lunes Dios despertó, se restregó los ojos, miró al piso, unas pantuflas celestes de felpa esperaban por sus pies, se puso en marcha hacia el baño, en el trayecto tuvo una visión y se dio cuenta de todas sus miserias y decidió que él no debía cargar con todas ellas y creó la Tierra, con pasto y piedras; con agua y fuego; con olores y reflejos.
El martes miró todo lo que había hecho el lunes y se dijo que no había logrado su cometido, entonces dispuso un ejército de animales y alimañas para que destruyeran todo lo que había hecho el día anterior y para que se procuraran sus propias vidas.
El día siguiente se despertó cansado, ya estaba viejo para esos trotes y decidió no trabajar, aunque unas horas más tarde se dijo que lo mejor para aplacar sus miserias era poner sobre la Tierra a quien pudiera destruir lo que ya había creado. Cientos de hombres se aventuraron sobre las nuevas tierras para infligir terror.
El jueves Dios se recuperó, disfrutó de su obra y decidió que los hombres no eran tan desdichados como debían y los llenó de sentimientos; el amor y la pasión fluyeron en los corazones de los nuevos seres, pero no tardó en parir el odio y la envidia; la maldad y el resentimiento; la desgracia y el abandono.
Las ideas fueron puestas sobre los hombres durante el viernes, los sueños brotaron de sus jardines, se llenaron de valor y recorrieron el mundo con sus recientes habilidades y la más grande de las palabras salió de sus fauces.
El sábado se rebelaron, aprendieron los dotes de la guerra y los códigos de la retórica; comenzaron a discutir el poder divino y lo desafiaron. Se quejaron de todos sus males; dejaron de temerle a Dios y se dedicaron a sembrar sombras en los cielos.
Dios se dio cuenta de que seguía siendo miserable un domingo, toda la culpa renació en él e intentó suicidarse, pero se despertó de golpe y pensó: “Debo cambiar el mundo”. Entonces comenzó a reconstruir la tierra y el pasto, le quitó la maldad y el odio de los corazones a los hombres, liberó a las mariposas, le pidió a los hombres que se divirtieran, predicó que la cooperación era indispensable y pronunció la última frase que se le haya escuchado hasta nuestros días: “Yo al arco, no voy”.

(Un gracias inmenso a Germán por autorizarme a publicar este cuento)

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