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Kikogol (Pablo Malagón - España)


Francisco Narváez, como el genio incomprendido que siente en sus carnes el desagrado de la puerta de atrás, abandonó llorando el Vicente Calderón el día de su despedida como jugador del Atlético de Madrid. Tras ocho temporadas, una lesión y casi un centenar de goles, se despedía, y nadie se acercaba a escuchar su llanto, el último gran genio que conoció la parroquia rojiblanca.

Y eran sus lágrimas una llamada al agradecimiento perdido más que una manera de reivindicarse como el último mohicano del fútbol auténtico, porque cuando en Kiko se unieron el arte y las ganas, salió un jugador de los de verdad al que, en su club, nunca quisieron reconocer como adalid del verdadero espectáculo. De carácter rebelde y simpatía desbordante, el bueno de Francisco nunca consiguió simpatizar con las ideas caciquistas de un presidente más dado a la publicidad de sus gestos que a la fortuna de sus acciones y por ello, el día en que dijo adiós dejaba un reguero de lágrimas, fruto de una despedida sellada con una patada en el trasero y un certificado de invalidez que le convertía en un inútil más que en un caballero del fútbol.

“Kiko cojo. Muérete”. Aquella pancarta que había colgado de la grada del Calderón unos meses antes, le había señalado como el auténtico culpable de un fracaso que él nunca cuajó en sus ánimos. Una desafortunada lesión en el Nou Camp, dos años antes, le había mandado a la enfermería durante mucho más tiempo de lo que él mismo hubiese podido imaginar. Cuando regresó no consiguió ser el mismo, sus miedos habían podido con él y sus giros, sus quiebros y sus maneras de asistir habían perdido la esencia que le habían convertido en ídolo y gracia de una parroquia más acostumbrada a sufrir que a gozar durante los últimos años. Pero de ahí a señalarle como inválido y culpable mediaba un abismo, el mismo que mediaba entre los vítores que había recibido durante sus primeros años como héroe y duende del césped y el odio que ahora causaban sus pocas muestras de genialidad. No era simple desidia, simplemente ya no podía.

Y como no fue capaz de explicar que el fútbol le había traicionado de la peor manera, no tuvo más remedio que convertirse en el dueño de sus propias frustraciones, tragarse todos sus egos y acudir aquella mañana al Vicente Calderón para despedirse por siempre y en silencio de la que había sido su casa durante más de ocho años. Y desde arriba solo recibió acusaciones, falta de tacto y ni una sola palabra de agradecimiento. Porque Kiko, el jugador que un año antes había sido utilizado como la imagen perenne del sentimiento rojiblanco que habría de sufrir un añito en el infierno, era ahora defenestrado y señalado con el dedo como el único instigador del fracaso. Le dijeron adiós y la única palmada que recibió en la espalda había sido para acompañarle a la salida y cerrar la puerta tras de sí en un gesto que le indicaba que aquella casa estaría cerrada por siempre para él.

Y Kiko lloró porque sintió en su interior el peso del recuerdo y supo que todo lo que había logrado había sido enviado al baúl del olvido. Aquello le hizo estremecer; nunca nadie le había agradecido tan poco habiendo entregado tanto. Cuando regresó de la lesión, sus tobillos estaban saturados de fútbol y eso lo sabían tanto Kiko, como el cuerpo técnico, como la directiva. Quizá se le quiso ocultar al aficionado el ocaso de su ídolo, pero Kiko nunca le dio la espalda al éxito y por ello y por el compromiso de fidelidad que le unía a su afición, decidió regresar aunque supiese que aquel regreso significaría quedar arrastrado para siempre en un campo de fútbol. Y ahora que analizaba su pasado, sus intentos y todos los abrazos enviados a la afición en forma de dolor, lloraba al sentirse incomprendido. “Kiko cojo. Muérete”. Nunca nadie le había golpeado tan fuerte como lo había hecho esa pancarta en lo más profundo de su alma.

Cuando Kiko llegó al Atlético, las ilusiones se convirtieron en hechos de esperanza. Estuvo a punto de firmar con el Deportivo La Coruña, pero dos promesas y el calor de la palabra fácil le hicieron decantarse por el segundo equipo de la gran capital. Nunca se arrepintió, ni cuando sentía en el alma el dolor de una traición, ni cuando supo que la crítica y aquellos que le habían abrazado le estaban convirtiendo en un ex futbolista por la vía rápida. Llegó joven y se marchó con el alma envejecida.

De verbo locuaz y chiste fácil, Kiko cayó bien en el vestuario desde el primer momento. Sus dos primeras temporadas fueron malas, alternó un día bueno con diez malos y comenzó a sentir en el alma el dolor del aficionado en forma de silbido. Si se esperaba mucho de él, ciertamente no estaba cumpliendo con ninguna de sus expectativas. De vez en cuando marcaba un gol y se marcaba una fantástica maniobra y aquello hacía relucir esperanzas dentro de su cuerpo trasteado. Llegó como artífice de una medalla de oro olímpica y terminaba sus primeras temporadas como la gran decepción de un club que llevaba varios años soñando con cotas mayores. Le separaron de sus mejores amigos y Kiko abandonó la farándula para convertirse en futbolista.

A Kiko siempre le valieron más las palabras que los hechos y por ello, cuando se vio sólo y bien aconsejado comenzó a fundir en su alma el genio de uno de los mejores futbolistas de Europa. Kiko comenzó su tercera temporada entre la duda y la terminó entre las nubes, había nacido un nuevo Dios para la parroquia rojiblanca. Los mejores detalles de aquel doblete que siempre viajaría en el corazón de cada uno de los integrantes de aquella plantilla, habían nacido del carácter y las botas de Francisco Narváez, el Kiko futbolista y el genio nacido en Jerez que había abandonado su tierra para hacer exactamente aquello por lo que le habían contratado, divertir. Le apodaron “Kikogol” y a pesar de no haber sido nunca un especialista de cara a la meta rival, la sintonía de su apodo invadió el eco del Calderón un domingo tras otro. “Kikogol”. Y él respondía con talento, porque de sus botas no podía salir otra cosa.

Cada temporada fue mejorando sus registros. De sombra de Caminero se convirtió en auténtico líder del equipo. Le daba igual que le acompañase Penev, que Esnaider, que Vieri. Kiko repartía el fútbol por doquier y todos se aprovechaban de su genio. Los delanteros porque en cada pelota recibida encontraban un motivo para no fallar, los aficionados porque su sonrisa se tornaba infinita con cada maniobra y el mundo porque encontraba en Kiko al eslabón perdido entre el delantero centro y el asistente genial.

La última vez, antes de esta, en la que Kiko había llorado fue la misma noche en la que cayeron eliminados de la Copa de Europa frente al Ajax. Kiko hizo el mejor partido de su vida y cada balón lo convirtió en asistencia y cada asistencia en peligro de gol. Pero cada ocasión quedó solamente en eso, en mero peligro inacabado. Y entre Dani, Esnaider, Van der Sar y la mala suerte, pusieron al Atlético fuera de un sueño que comenzaba a considerar como alcanzable. De nuevo la leyenda de un equipo ciñéndose a la historia y Kiko, como el baluarte de una afición que no esperó mucho más de lo que recibió, llorando amargamente una eliminación que bien podía haberles puesto de camino a la gloria tal y como se comprobó más tarde, porque las lágrimas que Kiko gastó aquella noche en su tristeza se tornaron en rabia en el momento en el que comprobó como aquella edición de la Copa de Europa era ganada por el Borussia Dortmund, el mismo equipo al que habían bailado ante los ojos del mundo una fría noche de invierno alemán.

Aquella, su cuarta temporada en el Atlético de Madrid había sido la más espectacular en cuanto a juego y la más desafortunada en cuanto a resultados. A la aciaga noche madrileña ante el Ajax de Ámsterdam, le precedió una eliminatoria inolvidable ante el Barça en la Copa del Rey en la que sintieron en sus carnes el dolor del resultado más espantoso; después de ganar por cero a tres terminaron perdiendo por cinco a cuatro. Kiko sacó conclusiones y la principal llevó un nombre propio: Ronaldo. Aprender a alucinar con los rivales no tenía porque ser motivo de desaliento, la derrota dolió, y mucho, pero ver a Ronaldo en acción, aun sufriéndolo en las propias carnes, seguro que le valió la pena a cualquiera de sus compañeros.

Cuando acabó el año ni los goles ni las asistencias sirvieron de mucho ante la escasez de títulos, y ni siquiera el premio del mundial vino a convertir a Kiko en el estandarte de un país sediento de gloria. La eliminación en Francia truncó tantos sueños como esperanzas y le devolvió de nuevo a la realidad de la manera más cruel. De nuevo volvió a ver sobrevolar la crítica sobre su cabeza y de nuevo se puso precio a su cuello de jugador artista; el peso de la responsabilidad le agitó sobremanera y aquel verano no descansó como debía, más que nada porque había necesitado éxito y solamente había encontrado fracasos en una temporada en la que se había sentido en mejor forma que nunca y en la que, alguna noche, tuvo que estrellar sus frustraciones contra el aire al tiempo que intentaba dormirse.

Cuando comenzó su quinta temporada en el Atlético de Madrid estaba tan sediento de gloria como cuando debutó en Primera con el Cádiz. Tenía veintiséis años y se sentía igual que cuando tenía dieciocho, la misma energía, la misma ilusión y mucho más fútbol. Le pusieron un nuevo compañero en la delantera y con él dibujó los mejores actos dentro del teatro rojiblanco del Calderón. Se llamaba Cristian Vieri y a los pies de Kiko le debió más de la mitad de los veinticuatro goles que marcó en aquella liga y que le convirtieron en el pichichi del campeonato.

Kiko estaba entonces como nunca. Patentó el arte de recibir de espaldas, supo aguantar el balón el tiempo necesario y casi nunca se equivocó en sus decisiones. Pero aquella temporada que había comenzado con las expectativas en lo más alto terminó en el solemne pozo de la mediocridad. Antic, el entrenador que había llevado al Atlético a lo más alto y con el que Kiko ya había tenido más de un roce, fue despedido por monotonía y el equipo zozobró en la miseria de la zona templada de la liga. Kiko veía pasar sus mejores años sin gestar logros importantes y aquello le producía una comezón en el ansia de lo más preocupante. Y llamaron a su puerta varias veces. Y unas veces él y otras el club, desestimaron las ofertas porque Kiko era entonces el baluarte de una afición que comenzaba a temer otros veinte años de sequía.

Y llegó un nuevo entrenador y con él una nueva etapa. Con Sacchi, Kiko jugó sus mejores minutos como rojiblanco pero el equipo comenzó el hundimiento deportivo que daría con sus huesos en la Segunda División dos temporadas después. Un hundimiento que comenzó a fraguarse una fría noche de invierno de mil novecientos noventa y nueve. El Atlético acudió al Camp Nou como víctima propicia para ser devorado por la fiesta del centenario azulgrana. La primera parte se comía los minutos, el partido no ofrecía mucho que reseñar y Kiko recibió un balón en la zona de tres cuartos de cancha. Giró sobre sí mismo como tantas otras veces y su tobillo crujió como nunca antes lo había hecho. Se derrumbó al instante y con el gesto compungido rogó al cielo una ayuda y al árbitro la entrada de una camilla. Kiko abandonó aquella noche el Nou Camp en camilla como el mejor futbolista del Atlético de los últimos años y con su tobillo maltrecho no solo se marchó un jugador sino que se marchó para siempre un duende como no se había visto otro.

Kiko, que había puesto de moda la postura del arquero para celebrar sus goles, tuvo que conformarse con disparar las flechas de su deseo contra el tiempo. Cuánto más rápido deseó curarse más veces volvía a recaer. No le operaron de un tobillo sino de los dos y en sus articulaciones encontraron motivos más que suficientes como para recomendarle abandonar la práctica del fútbol; sus tobillos estaban completamente destrozados. Y aquellas palabras, la inactividad y el miedo a una recaída mermaron el ánimo de Kiko hasta ponerlo de patitas en la duda ¿De verdad merecía la pena? Por el Atlético, sí.

Por el Atlético y por volver a sentir el eco del Calderón sobre su piel de gallina, se conjuró para regresar al césped y anotar, en la memoria de los aficionados, nuevas jugadas geniales que arrancaran el aplauso. Mientras Kiko estuvo defenestrado por la lesión, el Atlético se quedó sin Sacchi, sin gloria y sin Copa del Rey tras perder una final aciaga ante el Valencia de Ranieri, justo el mismo entrenador que volaría al año siguiente al Vicente Calderón para hacerse cargo del Atlético de Madrid y dar la oportunidad a Kiko de regresar a la élite y a la pasión rojiblanca.

Y con Ranieri llegó Hasselbaink y todos se olvidaron durante meses de Kiko porque aunque pareciese increíble, Hasselbaink era capaz de golear a tutiplé sin la ayuda del gaditano y sobre la grada comenzó a recorrer un runrún que inquietaba el alma del más sabio ¿De verdad necesitamos a un lisiado? Y Kiko se dolió en el alma al comprobar que a él también comenzaban a olvidarlo aún cuando seguía siendo futbolista del equipo. Pero el mes de diciembre de mil novecientos noventa y nueve cayó como un hachazo fulgurante sobre el Atlético de Madrid. El club que se vio embargado y defenestrado por las hazañas políticas y económicas de su presidente. Cada jugador de la plantilla comenzó a buscarse un futuro y dejaron en manos de la adversidad el destino del club.

Kiko reapareció a mitad de temporada pero el equipo ya se había convertido en una auténtica amalgama de imprecisiones. La falta de inquietudes desmotivó a una plantilla más pendiente de su nómina embargada que del balón sobre el terreno de juego. Ni Kiko, ni Hasselbaink, ni los miles de seguidores que lloraron aquel fracaso, pudieron evitar un descenso que llevaba meses fraguándose. Y Kiko sintió como empezaban a mirarle de reojo, como si su reaparición hubiese llevado más gotas de fracaso que la participación en el juego de cualquier otro jugador y más aún cuando el Atlético, con la memoria y las espaldas manchadas, se dejó ganar una final que luchó a cara de perro ante un Espanyol de Barcelona que le enseñaba al mundo y, mucho más, al Atlético, que los peores problemas de salud se curan con cantera.

Y el equipo se disgregó porque nadie quiso mirar, ni siquiera de soslayo, la posibilidad de jugar en Segunda División. Y Hasselbaink se marchó al Chelsea, y Solari al Madrid, y Valerón, Molina y Capdevilla al Dépor, y Baraja al Valencia y así, el equipo quedó sediento de figuras y con el alma descompuesta ante un futuro de lo más incierto. Pero a Kiko volvieron a ponerle en duda su decisión y esta vez de nuevo se vio fulgurado por la palabra parca y el gesto incómodo. Esta vez era una duda ajena, la duda de quienes una vez le aclamaron como estandarte y ahora dejaban entrever que Kiko tenía todas las papeletas para cargar con la culpabilidad de un descenso no programado.

Y Kiko calló, calló por no dolerse a sí mismo y decidió apostar su futuro a un ascenso que tapase más bocas que grietas deportivas. Y su imagen, presa de una demagogia absoluta, fue utilizada como trampolín publicitario con el fin de conseguir que más de treinta mil aficionados le escupiesen a la pereza y al desánimo y se acercasen a las oficinas del Vicente Calderón para hacerse socios del Atleti. “Un añito en el Infierno”. Y Kiko, su imagen y el sentimiento arrastraron a más de cuarenta mil y el club se vio desbordado y agradeciendo por todas el gesto de una afición que, como un león herido, deseaba por todas una redención.

Pero a Kiko solamente le arrojaron una duda tras otra y sobre él cayeron todas las culpas a medida que la temporada fue devorando a la fiera y el Atlético se fue quedando sin ascenso. Y llegó un día en el que ni Kiko ni la afición pudieron más y se dolieron en sus almas por saberse perdedores de un duelo contra el recuerdo, porque el Kikogol que bautizó la grada una templada tarde de doblete se había convertido en un simple adorno de salón sobre el campo.

“Kiko cojo. Muérete”. No se murió, pero se fue. Se fue con la palabra a medias entre sus decisiones y las decisiones de su directiva. No le agradecieron ningún servicio prestado e incluso se sintió culpable por haberse lesionado y haber terminado, en sí mismo y para siempre, con un genio como hubo pocos. Y el mismo día en el que Kiko salió del Vicente Calderón con su libertad y despido en la mano, sintió en el alma el escalofrío del abuelo que es abandonado por sus hijos tras una vida plena de dedicación. Y por ello y por saber que nunca más volvería a sentir el eco del Calderón sobre su piel de gallina, Kiko recorrió llorando los últimos metros que le separaban de su pasado y le encaminaban ante un futuro plagado de dudas, silencios e inexistencias.

(Mi agradecimiento a Pablo por autorizarme a publicar este cuento y poder compartirlo con todos ustedes. Muchas gracias por tu amabilidad Pablo!!)

1 comentario:

Anónimo dijo...

que grande kiko, ojala hubiera llegador al deportivo

que siga triunfando!!