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Miedos (Claudio Jorge Fleitas - Argentina)


1

-¡Esta carbonilla, añamembuy! No se puede ni pedalear -protestaba el Juanchi mientras trataba de mover la bicicleta de reparto. Su viejo rodado se pegaba empecinadamente a la mezcla de arcilla y carbón de quebracho molido, material barato y malo, que usaba la empresa para hacer los caminos. Para él tenía todas en contra: en la seca, cuando soplaba el viento norte, todo se cubría de cenizas y se volvía gris; cuando llovía, se mezclaba con la tierra colorada y formaba un engrudo pegajoso como ese papamoscas. Justo a medio camino, cuando se estaba secando o humedeciendo, se llenaba de pulgas y no se podía caminar por arriba; en ese limbo caliente de la siesta, invadían al caminante miles de puntitos negros, que picaban como el ají de la mala palabra.

Si no fuera por el equipo, que empezó a andar bien después de la segunda fecha, ya estaba lo suficientemente arreglado, para dejarse convencer por la Nina y pegar la vuelta... Lo del equipo y que la Nina estaba por parir de un momento a otro, lo retenían en aquel pueblo en medio de los quebrachales, a mitad de camino entre Resistencia y Charata. La primera impresión que daba el pueblo era la de una fábrica de tanino, con casas alrededor, una plaza y el club de fútbol. La segunda impresión sólo la confirmaba y encima estaban las arañas...

Quien ha nacido en la zona sabe que bichos de toda laya y víboras son lo que sobra, plata y comida faltan; tal vez habría que vender los bichos y comerse las víboras... Pero las arañas de este lugar no tenían comparación, araña pollito o ñandú ryguasu. Feas y de patas más gruesas que el back paraguayo del Forever, más peludas que la tía Eduviges, que era un poquito más linda que el Amarilla ese. En realidad, las pollito le harían juego con el apellido.

Al entrar a la cancha había que sacarlas pero rápidamente se ubicaban en sus palcos tribunas, dentro del Field. A decir verdad, de pasto tenía poco y es ahí donde se escondía las muy ladinas; los lomos de pelo rubio que brillaban al sol, parecían cabecitas de pollitos escondidos en la maleza.

Por suerte en el arco nunca había pasto, por razones más futbolísticas que técnicas; así que el Juanchi sólo sufría cuando le metían un gol. No cualquier hombre se atrevía, buscar la pelota en la vegetación crecida que había en las redes era cosa de macho, bien macho.

Igual, él siempre andaba con las medias hasta las rodillas, buscaba siempre adentro de los guantes de lana y de la gorra, aunque los muchachos lo cargaran y le dijeran: porteño, pueblerino, curepí y esas cosas que dicen los compañeros de equipo por molestarse nomás.

Los peores lo empezaron a llamar "el araña", sólo para verle la cara de terror que le provocaba al Juanchi el aviso: -¡Chaque la ñandú, porteño..!

Para armar bronca y porque en realidad estaba retobado con el pueblo, les hizo comprar una camiseta amarilla como el sol, unos pantaloncitos de color negro y así le quedó... el Ñandú Cañete, por lo menos en ese pueblo así comenzaron a conocerlo, cambiándole el apelativo que lo acompañaba desde chico.

Para colmo parecía que desde el clásico Sarmiento-Forever, aquel del penal de taco y último partido que había jugado con la gloriosa naranja y marrón sarmientista, le habían cambiado también la pisada... Parecía el Py Nandî, para donde fuera daba un paso para adelante y otro para atrás, como las huellas de dos talones del rubio duende; camino que tomaba, le iba un poco bien y un poco mal.

Todos saben que tanto para un arquero como para un goleador, la suerte es importante; es como la sal en el guiso, un poquito hay que tener, mucha y nada arruinan la cena.

En realidad era la Nina la que no estaba conforme con ese pueblo recién creado; dos filas de casas alrededor de una plaza, la primera fila de material y las otras de adobe. Una cancha de fútbol haciendo esquina y en el fondo el club: Deportivo Colonia Baranda, decía el cartel en una rodaja quebracho. El destacamento, en la entrada del pueblo, era de madera con dos habitaciones y allá en el fondo, grande y aislado como esos castillos de las cintas, estaba La Fábrica; sólo así se conocía al monstruo que comía toneladas de quebracho y obtenía el magro tanino para La Forestal.

El puesto de cabo que le habían prometido para venir a jugar a esos lugares, todavía no había salido. Entonces, don Saverio, el patrón del Club y del Almacén de ramos generales, también de la Empresa, le ofreció un trabajo temporario de dependiente. Al principio, su obligación era entrenar y hacer la caja, pero después empezó a hacer los repartos por la misma paga.

-Mal no me va a hacer -pensaba el Juanchi, ahora el Ñandú-, esto de la bicicleta me va a fortalecer las piernas -se decía, mientras trataba de convencerse pedaleando en la tarde calurosa, por el camino de tierra colorada hasta Villa Ángela, el pueblo vecino.

Llegó en mal momento -se decía-, porque ahora que vino de delantero, junto con él llegó un petiso, ligero como ratón de campo y más vivo que turco en feria; había metido unos goles bárbaros, porque aparte le pegaba como con un guante y no les hacía asco a las patudas, a las arañas claro. Entonces esta vez quedó de arquero o golkeeper, como decían los gringos.

Como el indio que atajaba lo hacía bastante mal, entonces el entrenador del equipo, el mismo don Saverio que lo había contratado, lo puso al arco con bicicleta de reparto incluida.

El peludo Rojas... Así le quedó al petiso, no por lo subido en pelos, cosa que nadie sabía en realidad, porque no se sacaba la boina blanca que usaba calzada hasta las orejas. A veces más aun, no se la sacaba ni para limpiarse en la bomba después del entrenamiento, ni para mojarse la cabeza, que se la mojaba con boina y todo, de no creer.

El peludo era tan zurdo, que siempre le pegaba tres dedos con el pie izquierdo. Tan zurdo que siempre andaba con la "cambiacanchada", tanto que terminó jugando de wing derecho. Rápido y tan zurdo, confundía a los backs contrarios, muy derechos y pesados como guapo de comité.

El mataco, cuando le informaron de su reciente suplencia en el arco del Deportivo, en silencio como había venido, penetró en el monte detrás del arco y no se lo volvió a ver más.

Por lo menos los del equipo no volvieron a verlo más... Esto complicó las cosas más aun, sin arquero suplente, el de ahora en más Ñandú, era el único arquero a cien kilómetros de bosque y monte a la redonda.

Esto en un equipo de los chicos y en formación solo significaba una cosa: problemas.

El primer partido de la temporada fue de visitante contra Pabellón de Las Palmas, equipo también dependiente de la Empresa y que había estado ahí, en el campeonato anterior.

A fines de Febrero el calor era insoportable, y en Las Palmas al lado del río, húmedo y pegajoso... El Ñandú no quería excusarse, pero ahí no se podía jugar.

La bandada de mosquitos y jejenes era tal que no se veía el otro arco, una neblina color negro cubría la cancha. Corriendo, más o menos se aguantaba, pero en el arco... Era blanco fácil, así que más bien parecía un arquero con algún mal selvático, porque no dejaba de moverse.

Por eso y no por hacerse el sobrador, fue que corría al encuentro de la pelota y la pasaba con el pie. En tiempos en que el fútbol era cosa de quintitas y quinteros, que un arquerito se atreviera a salir a cortar y pasarla con el pie, era lo más cercano que había al sacrilegio y la excomunión futbolística.

Tanto que a la tercera vez que lo hizo, don Tuto Martínez, el referee, llamó al Ñandú aparte y le dijo: -Juan, yo te conozco de antes y sé que no estás cargando, pero ¡dejale de patear la pelota o te echo!

-¡Don Tuto, me comen los ñatyû! -dijo el ahora Ñandú, desesperado.

-¡Sea macho, carajo! -le dijo el urubú, vestido con la camiseta de For Ever en esa ocasión, porque la de Pabellón era negra, con vivos amarillos, color privativo del Ferrocarril y de los árbitros.

La exhortación al machismo y al aguante hicieron que el arquerito volviera a sus rectángulos, debajo de los tres palos, por toda la tarde. Esa fue la perdición, pues si hubiera seguido adelantado, habría cortado el pase del golazo del Braulio, hermano del negro del Sarmiento, que se le escapó al Tape Ortigosa (back del Deportivo) que ni con arco y flecha, lo pudo agarrar... Y después, se complicó el partido, uno a cero en contra y con ese calor mosquitero o esos mosquitos calurosos, nadie podía correr. Así que el partido se fue apagando rápido como vela de entierro pobre.

Pabellón uno, Colonia Baranda cero. Una tarde para olvidar y no hablar de ella nunca más.

2

Cuando uno está en el arco, tiene mucho tiempo. Sobre todo cuando la práctica transcurre en el otro arco, con los insiders, centrofoward y wines peloteando a los suplentes de la reserva. Al arquero sólo se le exige que esté atento cuando la pelota le llega y que la ataje.

Nada más y nada menos...

El Ñandú sólo observaba con recelo a los objetos de su miedo amarillo, como se mira sol que brilla en la tarde chaqueña, con la esperanza de que se vaya pronto.

El aburrimiento y no otra cosa, hizo que viera a las patudas en su huida en masa hacia la espesura. ¿Qué podía hacer correr así a semejantes bichos ponzoñosos, más grande que cualquier ratón? -pensó el Ñandú bastante preocupado, si ni siquiera el ir y venir de tapones y pelota las ahuyentaba. Ahí la vio, la marca en el lomo la hacía inconfundible.

-Ñacaniná -pensó y le corrió un cangué por la espina; más vale primero la oyó, la víbora de la cruz emite un siseo característico cuando está de cacería, como si arreara a sus víctimas.

El Ñandú miró hacia el otro extremo de la cancha y vio a la pareja que cerraba el cerco cazando algunas arañas para la cena; sólo se sentía ruidos como a látigo de cuero.

Tan rápido como llegaron se fueron, a las víboras sí que no les gusta el fóbal; las pollito ni bien se fueron sus enemigas reaparecieron en sus palcos preferenciales. Y ahí se le ocurrió, tal vez viveza criolla, suerte o vaya a saber uno que... A veces el miedo agudiza el ingenio.

Al principio, para sacarse de encima a las arañas y poder ir abajo tranquilo, empezó a probar chifliditos imitando a las mbói, hasta que los sacó perfecto. Las pollito corrían respondiendo a lo que habían aprendido y como si le temieran al arquerito, que se zambullía justo en el espacio que le dejaban. En realidad eso es lo que empezó a quedar en el subconsciente del equipo. Todo el mundo sabía que él no podía dominarlas chiflando, pero hacían como si pudiese y así se acrecentaba la leyenda.

Bajo ese sol afiebrado tuvo al fin la idea que iba terminar haciendo la diferencia.

La segunda fecha venía brava, con tormenta y contra los verdes otra vez. Amaneció sin lluvia, pero con un cielo más negro que capote de vigilante, For Ever venía desde la capital y si los caminos lo permitían y llegaban, el partido se jugaba de cualquier manera.

Llegar llegaron caminando, porque la chatita y el Chevrolet que los traía se habían quedado pegados a la tierra colorada, a medio camino de Villa Ángela.

Los muchachos no venían con caras de buenos amigos, con los pantalones todos embarrados, los bolsos y los útiles en los hombros. Protestando por todo, como porteño de Buenos Aires.

-¡Juanchi, con la plata que tienen ustedes podrían arreglar por lo menos el camino! -le dijo el wing rosarino de ellos, sobrando con tono de desafío y para comenzar las hostilidades.

-¿Cañete, te viniste a jugar acá para estar cerca de tus parientes los macá? -le preguntó el Mencho, el arquero del famoso penal de taco, que no se lo había perdonado; y agregó desafiante:- ¡Sarmientista tenías que ser, para esconderte en esta selva, como jaguar con la cola entre las patas!

La cosa pasó a mayores, porque a los lugareños no les gustó el tono de los pajueranos, y se armó una batahola de la que el ahora Ñandú no participó ni de palabra.

Ahora casi lo veía claro: ¡qué mal bicho había sido con toda esta gente buena y esforzada! Gente que él veía todos los días levantarse temprano, para ir a deslomarse con el quebracho. ¿Cuántas veces habrá entrado a otros pueblos como éste y se comportó de esa manera con un ex compañero?

-Por lo menos estos dos, hoy me la pagan... -dijo entredientes, en el cuartito que hacía de vestuario. Allí comenzó con la cuasi rutina del boxeador, que es la preparación de un arquero y su bolsito.

Un partido bravo y con más patinadas que disco de pasta, con los verdes ejerciendo un claro dominio en las dos áreas, solo el Vasco y el Ñandú salvaron al Colonia de una goleada histórica. El Vasco porque cada pelota que el arquerito daba rebote (es muy difícil agarrarla con barro) la reventaba de puntín con los 45 que Dios y Euskera le habían dado. Y entonces salió el sol.

Con el calorcito, las compañeras amarillas e inseparables que amaban el balompié tomaron sus asientos preferenciales, ahí detrás de cada matita. Y entonces comenzó otro partido.

El Ñandú las vio aparecer y probó su chiflidito-mboí, las patudas se pusieron nerviosas y empezaron a tamborilear como si estuvieran impacientes.

En un contraataque, el diez de ellos le cortó un pase al rosarino, wing rápido y goleador que venía del Newell’s, que encaró para el arco del Colonia, refregándose los botines.

Rápido como un rayo y antes de salir a cortar el arquerito chifló dos veces, cortito y finito.

Las patudas como si hubieran estado esperando entrar, enfilaron para el lado contrario del sonido, que era por donde venía el wing, a toda velocidad. Éste vio como que una convención de dactilógrafas se le venía encima y que él era la única máquina de escribir disponible.

Ahí delante de todo un pueblo que lo miraba, de todos sus compañeros y los contrarios, se paralizó como estatua de la Plaza de Resistencia. Se avergonzó el hombre, para siempre...

El rosarino disgraciao se paró en seco, las arañas burlonas huyeron hacia el monte y la pelota fue a dar mansita a los pies del arquerito silbador. El Ñandú la pisó como con una garra, hizo un jueguito y le puso un pase de 45 metros al wing, que se aprovechó de la confusión. Ahí la cosa se complicó, el peludo y su zurdita desparramaron a la defensa todavía confundida con el accidente. Mientras definía, el rosarino salía corriendo hacia los vestuarios, colorado ahora como capa de torero.

El árbitro pitaba el gol, válido aunque mucho se discutió después sobre esto. Los dos monstruosos backs paraguayos se le fueron encima argumentando mula, premeditación en la situación, foul arácnido y chiflido antirreglamentario, mezclando las dos lenguas.

El árbitro puesto en sus trece no retrocedió, aunque en realidad los backs forevistas lo hayan empujado media cancha por el barro pegajoso. Éstos lo insultaban, pero en guaraní y con tanta mala suerte que el urubú era local, o más o menos porque era de Formosa. Éste entendió todo y sobre todo lo referido a su pobre viejita. Cuestión que los echó a los dos, el rosarino que no quería salir del cuartito de chapa que era el vestuario visitante. Justo en ese momento, el Mencho pisó el área rival, como un ladino silencioso.

Despacio se acercó al Ñandú y le dijo:

-Yo no sé cómo hacés, Cañete, pero vos siempre la terminás jodiendo, todos los partidos.

-Volvé al arco, Mencho, vas a hacer que me enoje... A ver si terminás como el rosarino ese... -le respondió el ahora Juanchi otra vez, mirando al morocho que le sacaba dos cabezas de alto.

-Y cómo es que le voy a terminar yo, a ver... -dijo el Mencho ya en tono de desafío y manoteándose la cintura, donde por suerte no había nada.

-Con pañales y corrido por las arañas -dijo el arquerito y largó una carcajada desafiante.

El Mencho reaccionó al instante y a falta de algo mejor cerró la manaza y se la estampó en la cara al Juanchi, que cayó por toda la cuenta.

El árbitro, aún agarrado por uno de los paraguayos, vio todo y corriendo se puso delante del arquerazo de color negro y lo echó también sin preguntarle nada. Le dijo sin mirarlo, despectivamente:

-Golquiper, yo no sé nada, pero usted cruzó la cancha para hacer un foul inexcusable, vea.

For Ever con cuatro menos no podía seguir, era el reglamento en ese tiempo y no hubo Dios que convenciera al rosarino de volver a esa cancha. Limpió su deshonra, se vistió con la ropa embarrada y enfiló por el camino a medio secar, lleno de pulgas ahora, vigilando con recelo cada matita.

Dicen que no paró hasta Resistencia, que de ahí recaló en Buenos Aires y que ya estaba en el barco cuando el equipo Forevista llegó a la capital provincial. Alguien dijo que terminó jugando en un equipo de la divisional B, creo que en Nueva Chicago.

El Ñandú pedaleaba y se reía con ganas ahora que no le dolía la mandíbula, mientras llegaba al pueblo: -¡Uno a cero contra For Ever! Y lo que nos espera cuando vayamos a Resistencia... -dijo melancólico, pensando en esa cancha llena otra vez, clamando venganza.

Desde su casita de la segunda fila, la Nina salió a recibirlo. Agarrándose la panza y con un papel en la mano le pegó el grito:

-Juan, te llegó el nombramiento, andá a lo dueño que quiere verte -dijo esperanzada, le había cambiado la cara, y agregó: -Andá y vení, mirá que tengo otra sorpresa.

-No, mujer, estoy cansado, decímelo ahora así me tomo algo fresco y festejo que largo la bicicleta por el uniforme -dijo casi saboreando una cerveza fresca del almacén.

-Está bien, te lo merecés, pero una sola. Vino Ña Pilá, me revisó y me senté en la tijera...

-¿Que anduviste haciendo? Sos loca... -dijo preocupado por las rarezas de las culandreras.

-Nooo, qué pensaste -dijo risueña-, es la prueba de que va a ser el mitaí, si me sentaba en la cama era hembrita y si me sentaba donde estaba la tijera escondida, era machito. Así que es Juancito nomás -el Juanchi pegó un sapucaí largo y desahogante, desde muy adentro; desde ese interior caluroso.

Le dio un beso de aquellos a su guaina y enfiló con la bicicleta para el almacén, seguro de que era la última vez que la iba a pedalear por esas tardes dormidas.

Pensó que el futuro no podía ser tan malo si, por lo menos de local, hasta las arañas jugaban para él.

(Mi agradecimiento a Claudio por permitirme la publicación de este cuento, así como de su primera parte "De taco")

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