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La Pulpo (Claudio Cherep - Argentina)


La Diócesis es así, no perdona esas cosas. “Quién hubiera dicho del padre Ernesto... quién hubiera dicho, con esa cara de mosquita muerta”, comentaban las comadres del barrio.
Enfundado en una vieja campera de jean con corderito, el padre Ernesto se cercioró de que no faltara ninguna de sus escasas prendas y con los ojos llorosos, aferró sus manos a una valija antigua. Con la mirada gacha empezó a caminar con destino a ninguna parte después que el arzobispado decidiera que el amor a Dios no podía compartirse con ningún otro amor y menos con ese amor, tan apasionado.
Ante la falta de información, se decía que el padre Ernesto se había quedado con lo recaudado en la colecta anual de Cáritas, que se había agarrado a trompadas con un cura de otra iglesia y hasta que había traicionado a Dios saliendo de jarana nada menos que con la señora del presidente de la vecinal. Todas habladurías.
El padre Ernesto, algo calvo a sus 45 años, siempre jovial, esta vez atravesó por última vez la que fue durante 20 años su casa sin lograr contener el llanto.
Las damas de beneficencia le negaron el saludo y la comisión de actividades infantiles publicó un comunicado declarándolo persona no grata.
Antes de abandonar definitivamente el predio, mientras los chicos que le habían pedido el respeto le tiraban con papel picado y unos pocos pibes agradecidos le decían ¡fuerza padre!, se le apareció delante de sus ojos el mismísimo Arzobispo.
El padre Ernesto se ilusionó con otra oportunidad. Se plantó frente al anciano que había ordenado que le quitaran los hábitos, le devolvió simbólicamente la primera sotana, esa que había usado cuando era un pibe y recién había egresado del Seminario, se santiguó y sin hablar se quedó allí como pidiendo clemencia. No hizo falta.
El arzobispo lo miró con gesto severo. Frunció el entrecejo y con tono paternal le espetó:
-Ernesto, hijo. El día que suspendiste la misa porque tu equipo jugaba el codificado a las siete de la tarde te perdoné. Aquella vez que golpeaste a dos monaguillos porque te gritaron el gol sobre la hora de no sé que equipo, hice la vista gorda. La noche que colocaste una pantalla gigante en el atrio central, tapando incluso a Jesús, para que los chicos vieran la final de la liga mayor turca entre el Galatasaray y el Fenerbache no dije nada. Esa tarde en que diste la misa en calzoncillos, con una camisa blanca, moñito, medias tres cuartos y zapatos, por cábala porque jugaban el clásico, me hice el zonzo. Pero a esto no lo podemos permitir hijo. Esto es el acabose. Quiero que sepas que el portón de la parroquia, aunque mida 7.15 por 2.25 no es un arco, que las sillas se colocan en el medio del salón, una detrás de otras, y no al costado como si fueran plateas bajas, que la copa plateada donde se sirve el vino no se puede utilizar como imaginario trofeo para ningún ganador, que las soguitas que unen a las sillas no deben ser empleadas como hipotéticas rayas de cal, que las imágenes sagradas no pueden bajarse de las paredes y colocarse en las sillas como si fueran espectadores, que las cuatro cruces que nos donaron de Roma no deben ubicarse a los costados para formar ningún semicírculo que semeje el sitio donde se patean los córner y que no me importa que llueva y no puedan utilizar la canchita. Eso no te da derecho a improvisar un partido con los chicos del barrio aquí dentro. ¡Por Dios!

(NOTA: el título hace referencia la recordada Pelota Pulpo, pelota rayada de goma muy popular en Argentina a partir de la década del '40 y que dibujaba imprevisibles piques en las calles empedradas de los barrios porteños)

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