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Viaje a la despensa del fútbol (Alberto Salcedo Ramos - Colombia)


El barrio Vargas luce este domingo más alegre que de costumbre: varios adolescentes descalzos bailan currulao en plena calle, ante los ojos atentos de los adultos.
La música sale de una grabadora remendada con alambre y colgada como dios tutelar en lo alto de un cerco de estacas viejas. Un sancocho de pescado hierve sobre un fogón de leña improvisado en la arena desnuda. Los danzantes se mueven de manera circular, en sentido inverso a las manecillas de los relojes, como si intentaran luchar contra el paso del tiempo. Cuando zarandean los cuerpos, el aire se impregna de un almizcle de cebolla cruda. También huele a ajo machacado y a concha de mar.
El festín corre por cuenta de los abuelos de Secundino Quiñones, quien hoy está cumpliendo catorce años. Asomados por la ventana, los dos señores ven cómo el nieto gira alrededor de su pareja, blandiendo un pañuelo rojo por encima de la cabeza de ella, como si fuera una atarraya con la cual pretendiera atraparla.
¡Vamos, Secundino, remáchala! -grita el viejo, chocando con fuerza las palmas de sus manos.
Los entendidos de Tumaco consideran a Secundino como la próxima gloria que su pueblo le aportará al fútbol colombiano. Según ellos, el muchacho es heredero de los dones que hicieron célebres a algunos de sus paisanos: el tranco fulminante del 'Tigre' Castillo, la intuición goleadora de Eladio Vásquez, la magia de 'la Gambeta' Estrada, el disparo mortífero de Léider Preciado, la genialidad de Willington Ortiz.
De repente, la brisa que viene del mar alborota el fogón. Los bailadores quedan envueltos en un torbellino de humo que hiere los ojos. Gritan, levantan tierra con los pies. El aire es ahora un amasijo de candela y bochinche. Le informo a mi guía, el profesor Clemente Cuéllar, que quiero ver a Secundino jugando fútbol, para comprobar si es tan bueno como todo el mundo dice.
¿Acaso no está viendo cómo baila? -me responde Cuéllar, con un rostro sarcástico.
Enseguida, advirtiendo mi desconcierto, me cuenta que en Tumaco hubo un maestro llamado Luis Antonio Biohó, que solo recibía en su escuela de fútbol a los chicos que sabían bailar currulao, esa danza típica de raíces africanas. Biohó consideraba que quien es incapaz de contonear la cintura al ritmo de un tambor, tampoco podrá eludir a sus rivales en la cancha. Desde entonces, los tumaqueños tienen un sentido musical del fútbol.
-Si bailas bien, juegas bien -sentencia Cuéllar, convencido de que está diciendo una verdad antigua y elemental.
El círculo de danzantes sigue girando hacia la izquierda. Secundino Quiñones abre los dos brazos frente a su pareja, que en este momento se arrima a él de manera coqueta. Resulta inevitable la analogía con la pelota de fútbol que encuentra por fin el pecho de su hombre. El abuelo, que ha estado viéndolo todo con los ojos muy abiertos, lanza por enésima vez su grito de combate.
¡Remáchala, Secundino!


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Tumaco, perteneciente al departamento de Nariño, es la suma de tres islas bañadas por el Océano Pacífico. Según el censo de 2005, tiene 170 mil habitantes que se ganan la vida a través de la pesca y la agricultura. En sus 3.760 kilómetros cuadrados hay seis canchas, quince potreros y dos playas extensas para jugar fútbol. Justamente en una de esas canchas -la de Ecopetrol- encontramos a Eladio Mideros.
Mideros, ex jugador de Independiente Santa Fe en los años 70, cree que él ha sido el único futbolista de su tierra que no aprendió a bailar currulao. Quizá por eso -agrega- le tocó ser defensor. Lo suyo era borrar con los pies la fantasía que dibujaban sus paisanos en el césped. A menudo no podía, pero siempre encontraba la manera de emparejar las cargas afuera de los estadios, gracias a su capacidad de razonamiento.
Una tarde, por ejemplo, fue a la sede del club a negociar su nuevo contrato. El presidente lo esperó con tres piedras en la mano: un salario como el que él pedía -le dijo- no se lo ganaba ni el arquero James Mina Camacho, considerado la estrella del equipo. Mideros lo desarmó con un argumento irrebatible.
-Así es, doctor. ¡Pero recuerde que Mina Camacho no es el que marca a Willington Ortiz!
Como Ortiz le había hecho tragar pasto muchas veces con su cintura chanchullera, Mideros consideró que usar su nombre para mejorar sus ingresos era apenas un desagravio justo. Hoy, sin embargo, siente la necesidad de agradecer el servicio, pues sin Willington jamás habría conseguido el generoso aumento de sueldo que le permitió costear los estudios universitarios de sus cinco hijos.
Mideros, que en la actualidad se desempeña como concejal del municipio, afirma que los futbolistas de Tumaco crean tejido social. "Puede que uno no estudie por estar pateando el balón, pero con lo que gana educa a su gente o la ayuda a vivir en condiciones dignas". Para sustentar su tesis, cita varios casos. Antes de que Luis Manuel Quiñones jugara en el Once Caldas, en su casa no sabían lo que era una licuadora. La mamá de Víctor Bonilla solo comenzó a dormir en una cama confortable, cuando el Deportivo Cali le abonó a él su primer sueldo. Juan Caicedo adquirió una flota de taxis para sus hermanos, con una comisión que le reconoció América. Hernando Cuero montó un negocio para su mujer, con una prima navideña que le pagó el Junior. Gracias al fútbol, Léider Preciado le dio techo a su madre y Enrique Simón Esterilla, a su padre. Algunos jugadores consagrados, cuando vienen a pasar vacaciones, les regalan uniformes y pelotas a los muchachos que todavía corretean descalzos por los playones. Además, son los mejores embajadores de su tierra. En los años 70, a quienes salían a buscar trabajo en las grandes ciudades les bastaba con decir que eran paisanos de Willington Ortiz, para que los trataran con una consideración especial.
El investigador Nel Enrique Valverde y la ecologista Lisenia Gallo me habían comentado que en Tumaco los blancos y los negros eran incompatibles como el agua y el aceite. Se miraban con desprecio, se esquivaban en los cruces. Vinieron a mezclarse, apenas, en 1918, cuando el fútbol llegó al pueblo y no les quedó más remedio que compartir pelotas y potreros. A partir de ese momento, labraron juntos una etapa de prosperidad que los mayores aún recuerdan: construyeron una fábrica de botones, una de gaseosas y otra de cigarrillos; crearon una compañía exportadora de atún, fundaron dos periódicos y montaron seis grandes empresas madereras que abastecían a todo el Pacífico Sur de Colombia.
Eladio Mideros ratifica la información, pero insiste en que los beneficios económicos derivados del fútbol no siempre se pueden cuantificar. Nadie maneja el dato exacto de lo que, en términos materiales, le han aportado a Tumaco los 1.236 futbolistas profesionales que ha producido a lo largo de su historia. Por eso, él prefiere hablar, aunque suene reiterativo, de tejido social. Cada año se gradúan en el pueblo unos dos mil trescientos bachilleres. Tan solo el 30 por ciento de esos muchachos dispone de los recursos necesarios para cursar una carrera. Los otros se quedan vagando por las calles, o lanzando al mar su caña de pescar, o convirtiéndose en padres precoces, simplemente porque no tienen otra alternativa. A menos que, como dice Enrique Simón Esterilla, alguno de sus parientes encuentre a la mismísima mamá de Cristo dentro de una cancha de fútbol. Entonces habrá universidad para los que vienen detrás, salud y respeto para todos. Si estudia uno, estudian los otros. Si come el mayor, también come el menor. Y esa es la ganancia intangible a la que se refiere Mideros.
El fútbol les ofrece, además, el regusto de una gambeta soberbia, el encanto de una jugada magistral que se inmortaliza en el tiempo. No es, pues, un divertimento fugaz: muchos domingos de polvo y bochorno se habrían desvanecido en la memoria, de no haber sido por aquel golazo de chilena o por aquel pase de cuarenta metros que dejó una estela luminosa sobre la arena. Tiene razón el locutor tumaqueño Paché Andrade cuando afirma que un niño de su pueblo solo necesita una pelota y un metro de tierra, para documentar la esperanza. Para darle sentido a la vida.
Hubo un tiempo en el que Tumaco era un punto casi imperceptible en el mapa, una villa pobre que, a falta de energía eléctrica, se alumbraba con mechones de querosene. Los navegantes que transitaban de noche frente a sus costas se impresionaban cuando veían el resplandor turbio del pueblo. De ese modo nació, como producto de la lengua picaresca de aquellos viajeros, un dicho lapidario: "Más triste que las lamparitas de Tumaco". Los futbolistas restablecieron el fulgor, fundamentaron la alegría. Y entonces, por fin, en el pueblo se hizo la luz.


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La vida en Tumaco es sensorial y sucede de puertas hacia fuera. Encerrarse es refutar el sol, morirse de tristeza en las tinieblas. Las mejores horas son las que transcurren al aire libre. En las terrazas se juega dominó, en los parques se bebe licor, en las esquinas se fomenta el barullo. Aúllan los niños, gritan los viejos. Aquí y allá estalla la música con un volumen atronador. Luego están los colores encendidos del trópico: camisa púrpura, pantalón anaranjado. Al gris se le huye porque anticipa el funeral y al negro, porque asfixia. El tumaqueño es un hedonista que rechaza de plano todo lo que le priva del placer. A él no vas a convencerlo con el cuento de que es más sano comer coliflores que chorizos. Si existe la corvina frita, ¿por qué diablos tendría que desayunar pan y cereal? Mantenerse a salvo del colesterol, a fin de cuentas, no es el paraíso prometido. De la misma manera podrían imponerle la música de cámara, con el argumento de que, a diferencia del salvaje tambor, es apacible y se puede escuchar sin necesidad de despeinarse y sin sudar. A él lo mata lo sabroso, nunca lo insípido. Por eso, le cuesta convertir el fútbol en una disciplina prusiana. Le aburren las tácticas, como a 'la Gambeta' Estrada, o lo tientan las rumbas, como al 'Tigre' Castillo. Muchos no logran desplegar su magia en las grandes ciudades, porque se niegan a pagar el precio de la adaptación. ¿A cuenta de qué sacrificarse en un lugar ancho y ajeno, si en Tumaco encuentran todo lo que necesitan? Basta con tirar un cordel al mar para conseguir el almuerzo de hoy. Basta con oír un currulao para sentir que el mundo vale la pena.


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En la Playa de Bajito varios muchachos descamisados y descalzos juegan un partido de fútbol. Las porterías de ambos equipos están armadas con un montón de ropa y un palo delgado. Asombra cómo estos jóvenes galopan sobre el tupido manto de arena: de un modo natural, como si no tuvieran que realizar ningún esfuerzo. Incluso se dan el lujo de conservar un cierto garbo de danza que convierte el acto de correr en la antesala de la fiesta.
Máximo Tello, quien hoy me acompaña, repite lo que ya me han dicho muchos de los personajes que he entrevistado: aprender a jugar con los pies enterrados en la arena es el secreto de los futbolistas de Tumaco. Cuando estos chicos salten del playón al césped, liquidarán a sus rivales con la zancada, como hizo Willington Ortiz con la encopetada defensa del River Plate, una noche de 1981.
Tello es dueño de la escuela de fútbol donde se formó Léider Preciado, cuyo pase le cedió al Santa Fe por veinte millones de pesos, la cantidad más alta que un club profesional ha pagado por uno de los futbolistas anónimos del pueblo. Casi todos los demás han sido vendidos por minucias: 600 mil pesos, un rancho de tablas, un juego de muebles. Eso sí: algunos de esos equipos los han transferido después por sumas astronómicas.
¡Vamos, pelao, que la plata está en tus piernas! -le grita Tello al muchacho, que en este momento lleva la pelota.
Tello sabe, sin embargo, que no todos los que hoy corretean el balón accederán a un equipo de primera división. Él calcula que tan solo cinco de cada cincuenta que lo intenten lo conseguirán. Al resto todavía le quedará la opción de disfrutarlo, pues como dice el licenciado Manuel Yesid Araújo, ser futbolista se está poniendo cada vez más difícil, pero sigue siendo mejor que trabajar.
El fútbol, como el currulao, les pone alas en los pies y los lleva a concluir -haciéndole eco a un célebre pensador- que el cuerpo no debe ser la primera sepultura del esqueleto. Quizá por eso, el profesor Araújo no recuerda que en Tumaco se haya presentado algún suicidio. Más tarde, cuando se acabe el partido, nadie podrá quitarles lo bailao, es decir, la alegría.

(Un gracias enorme al gran escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos por permitirme publicar este cuento. ¡¡Muchísimas gracias Alberto!!)

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