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Fútbol y Literatura


La primera vez que mi padre se refirió al “Divino Zamora”, nos quedamos estupefactos. Era extraña en él cualquier alusión a individuos de la hagiografía cristiana -librepensador declarado y conspicuo anticlerical como era-, después nos enteramos que se trataba del famoso arquero español, rey de puertas y mago de redes en una época en que el fútbol aún se engalanaba con aura olímpica y mitológica, orgulloso de sus amateurs y de los “comprometidos con la camiseta”. Se contaba en Chile que el delantero colocolino, David Arellano, en gira de su club por Europa, en los albores de los 30, le había hecho un gol “de chilena” al virtuoso guardapalos... Desde entonces, aquella vistosa pirueta, que consiste en alzar ambas piernas en un brinco para golpear con una de ellas el balón hacia atrás, llevaría el honroso y universal gentilicio femenino de “chilena”, denominación que hasta hoy día emplean los relatores de los cinco continentes. Somos universalmente conocidos por ella; también por Neruda, el vino, algún dictador de penosa prosapia, y por los cíclicos terremotos…

En nuestra casa-quinta de La Cisterna teníamos una cancha de fútbolito, donde solíamos jugar entre las 10:00 y las 00:00 horas, invierno y verano, con luz solar o modestas luminarias General Electric. De allí saldrían algunos cracks de viejo cuño, como nuestro hermano Toño, hábil fintero, rey de la cachaña, estilista en el área chica; nuestro cuñado Eduardo, ágil y veloz como zorzal criollo; Fernando, eficiente arquero que probaría suerte con éxito en las divisiones inferiores del club Green Cross Temuco; Juan Aceituno, que aún juega en cancha grande, a los 65 años de edad… Pasaron por nuestra memoria futbolera varios mundiales: el de 1954, con Alemania de campeón y Hungría, los magos magiares, como subcampeón; el del 58, cuando brilló Pelé, a los 17, en la fabulosa delantera de la verde amarelo; el de 1962, con el tercer lugar de Chile, detrás de Brasil y Checoslovaquia; el del 66, cuando fueron campeones los ingleses… Después nos distanciaríamos; íbamos a jugar otros partidos y el área grande sería testigo de nuestros sucesivos matrimonios, hijos y afanes, para relegar a segundo plano aquella pasión de “pies volanderos y corazón de pájaro”.

Jamás hubo en casa dicotomía entre esta afición por la bola de cuero y nuestro amor por los libros. Mi padre, que había vivido sus años de adolescencia y primera juventud en Buenos Aires, consideraba el fútbol como el más digno y atractivo de los deportes, quizá merecedor de poetas como Píndaro, que pudiesen escribir, si no “Las Olímpicas”, algo así como “Las Futbolísticas”, para gloria de las futuras generaciones. Descubriríamos a los primeros autores literarios que tomaron al fútbol como tópico: Cortázar, Osvaldo Soriano, Alfonso Alcalde, y otros que recordar no puedo, sentado como estoy, en la ominosa banca de los suplentes.

En Chile tenemos un caso singular que paso a relatarles, amigos lectores, sean o no futboleros: Fue el promediar la década de los 70. Ingresaba a la Academia Chilena de la Lengua el notable escritor Alfonso Calderón; le recibía, el poeta y Premio Nacional de Literatura, Miguel Arteche. El discurso del nuevo académico era notable parodia de un mediocampista que agarra el balón bajo el pórtico de su equipo y atraviesa la cancha, luciendo fintas, esquivando rivales, en suave y eficiente manejo del balón, para terminar dando el pase justo a un compañero que introduce la bola de cuero en el arco enemigo, en esa suerte de símbolo de penetración orgásmica que es el gol. Entremedio, brillan alusiones literarias, imágenes y metáforas de rigurosa prosodia. Bien. Miguel Arteche le recibe como un defensa central (centro half, decíamos entonces) y va entrabándole, futbolística y semánticamente, los aprontes de ataque y dominio del campo adversario, respondiendo a Calderón en su propia lengua discursiva y con similares amagues corpóreos y pedestres. Al finalizar, se acepta el ingreso-gol como enaltecedor gesto de académica cortesía (cosa que no suele ocurrir en el field).

Sufríamos cuando Chile jugaba con Argentina. Nuestra selección mayor nunca ha podido vencer a la trasandina en un cotejo oficial, es decir, peleando por puntos o clasificaciones. Mi padre aplaudía a los ‘che’, actitud que hería nuestro vago e incipiente nacionalismo. -“No es cuestión de banderas ni camisetas -decía- sino de habilidad… Y agregaba: -“Esos que lucen teñida albiceleste juegan al fútbol; los de camisetas rojas apenas patean la pelota…” Nos mordíamos la rabia, pero era cierto, lo sigue siendo hoy, más que nunca, al borde de quedar fuera del próximo Mundial en Alemania.

Julio, recordado Curmán argentino, se burlaba de nosotros: -“Los chilenos son unos cagones”… Era mayor y de recia apostura física, aunque yo comenzaba a esgrimir mis armas literarias: -“Pero tenemos mejores poetas que ustedes: una mujer Premio Nobel, el primero y único de América”. El primo reía, cachazudo y directo: -“Y qué más da, boludo… ¿Cuándo has visto a un poeta metiendo un gol ‘de chilena’?”.

Ahora tenemos otro Nóbel: Pablo Neruda, y el vate Nicanor Parra es candidato constante al premio de la Academia Sueca… Pero no iremos al Mundial ni ganaremos la Copa Libertadores de América.

(artículo escrito por Edmundo Moure Rojas, Editorial Poetas Antiimperialistas de América, 2005)

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