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Fútbol y patria: la crisis de la representación de lo nacional en el fútbol argentino


Si la relación entre deporte y nacionalismo, especialmente a través de la mediación de la categoría de identidad nacional, ha sido abundantemente trabajada por la bibliografía (MacClancy, 1996; Mangan, 1996; Lanfranchi, 1992; Sugden y Tomlinson, 1995; Giulianotti y Williams, 1994, entre otros), en el caso particular del fútbol argentino los textos de Eduardo Archetti constituyen un excelente análisis de su momento fundacional. Desde ese punto de partida, este trabajo intenta caracterizar la representación de la nacionalidad a través del fútbol en un recorrido histórico que dé cuenta de los distintos modos de construcción de esa relación, y en el mismo movimiento discutir lo que entendemos como una crisis de la capacidad del fútbol para investirse de los significados de la Nación. Los nuevos escenarios globalizados-massmediatizados señalan, en la contemporaneidad, un clivaje en la representación de lo nacional a través del deporte que, según nuestra hipótesis, el fútbol argentino no puede resolver de manera eficaz, en el sentido de construir una nueva épica deportiva nacional.

La fundación mitológica

La Argentina es un país inventado. Como toda América, en la ficción de su "descubrimiento" y en la violencia de su conquista y ocupación; pero también, en una nominación que supone, imaginariamente, un territorio de riquezas y sólo la encuentra en el bautismo: "tierra de la plata". Y además, en su dificultosa construcción como Estado Moderno durante el siglo XIX, la Argentina es objeto ya no de una, sino de varias invenciones: las guerras civiles que marcan la historia entre 1810 y 1880 no son sólo intercambios bélicos, sino también furiosas y encontradas batallas discursivas donde se dirime una hegemonía; lo que las guerras deciden, finalmente, es la capacidad de un sector para imponer de manera definitiva un sentido a toda la Nación. Ese proceso es el que le permite a Nicolas Shumway hablar de la invención de la Argentina como la "historia de una idea" (Shumway, 1993); antes que el relato del establecimiento de un Estado, de un espacio geográfico, de un corpus legal, la historia argentina es un juego de discurso.
Pero además, el fin de siglo y el comienzo de la nueva centuria puso en crisis esa trabajosa construcción: la Argentina se transformó en país inmigratorio, y el aluvión de migrantes europeos supuso la fractura de un modelo económico y social, pero también narrativo. Si hasta ese momento el paradigma explicativo hegemónico hablaba del triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la cultura europea sobre el salvajismo americano, la modernización acelerada de la sociedad argentina necesitó echar mano de nuevos discursos que, al mismo tiempo, disolvieran los peligros que acarreaban la formación de las nuevas clases populares urbanas -sensibles a la interpelación socialista y anarquista-; y constituyeran una identidad nacional unitaria que la modificación aguda del mapa demográfico ponía en suspenso, fragmentaba en identidades heterogéneas. La respuesta de las clases dominantes, con diferencias y contradicciones, tendió a trabajar en un sentido: la construcción de un nacionalismo de elites que produjo, especialmente a partir de 1910, los mitos unificadores de mayor importancia. Un panteón heroico; una narrativa histórica, oficial y coercitiva sobre todo discurso alternativo; el modelo del melting pot como política frente a la inmigración, y un subsecuente mito de unidad étnica; y un relato de origen que instituyó la figura del gaucho como modelo de argentinidad y figura épica.
Como dice Rosana Guber, "aunque no sin conflictos, el Estado argentino fue sumamente eficaz en su compulsión asimilacionista" (Guber, 1997: 61). Y la eficacia residió en dos mecanismos: la escuela pública, por un lado, como aparato fundamental del Estado, se convirtió en el principal agente de construcción de esta nueva identidad entre los sectores populares. Por el otro, una temprana industria cultural favorecida por la modernización tecnológica argentina de comienzos de siglo y por la urbanización acelerada, que sumada a la creciente alfabetización de las clases populares construyó un público de masas ya en los primeros años del siglo XX. En esa cultura de masas, primero gráfica y desde 1920 también radial y cinematográfica, la narración de la identidad nacional encontró un amplio y eficaz territorio donde manifestarse. A pesar de su carácter privado -el Estado no intervendrá en la política de medios hasta los años cuarenta-, la cultura de masas participa de los relatos hegemónicos, especialmente en torno del peso de la mitología gauchesca.
Pero en esta producción aparecen ciertos desvíos. Aunque partícipes de la narrativa hegemónica del nacionalismo de las elites, los nuevos productores de los medios masivos, tempranamente profesionalizados, provenían de las clases medias urbanas constituidas en ese proceso modernizador. Y sus públicos, masivos y heterogéneos, presentaban otro sistema de expectativas: trabajados por la retórica nacionalista de la escuela, atienden también a otras prácticas de lo cotidiano. Junto a los arquetipos nacionalistas, las clases populares estaban construyendo otro panteón: junto a los gauchos de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, o los compadritos de Jorge Luis Borges, aparecen héroes populares y reales: los deportistas. Como señala Archetti (especialmente, 1995), en la discusión sobre la identidad nacional los periodistas deportivos, intelectuales doblemente periféricos -en el sentido de Bourdieu: periféricos en el campo periodístico, que es periférico en el campo intelectual- intervinieron con una construcción identitaria no legítima (porque el lugar legítimo es la literatura o el ensayo), pero pregnante en el universo de sus públicos. Así, el fútbol se transformó en la revista deportiva "El Gráfico", soporte hegemónico de esta práctica desde los años 20, en "un texto cultural, en una narrativa que sirve para reflexionar sobre lo nacional y lo masculino" (Archetti, 1995: 440).
Ese proceso recorre, como describe Archetti, distintos caminos. Necesita de ritos de pasaje: si lo nacional se construye en el fútbol, hay que explicar el tránsito de la invención inglesa a la criollización -tránsito que se resuelve en el melting pot y en la naturalización de un proceso que combina lo cultural, lo económico y lo social-. Necesita de una práctica de diferenciación: el par nosotros/ellos encuentra su expresión imaginaria en un estilo de juego, más narrado que vivido, pero de una gran capacidad productora de sentido. Necesita del éxito deportivo (Arbena, 1996) que vuelva eficaz la representación de lo nacional: allí están la gira europea de Boca Juniors en 1925, la medalla de plata en las Olimpíadas de Amsterdam de 1928, el subcampeonato mundial de 1930 en Uruguay. Y necesita de los héroes que soporten la épica de la fundación: Tesorieri, Monti, Orsi, Seoane, por señalar sólo algunos. Pero también, si en este caso la nación se construía desde las clases medias y no desde las dominantes, aparecen los desvíos: frente a una idea de nación que remitía a lo pastoril (en el doble juego del mito gauchesco y de la explotación de la tierra, modo de producción dominante), la nación que se construye en el fútbol asumía un tiempo y un espacio urbano. Frente a una idea de nación anclada en el panteón heroico de las familias patricias y en la tradición hispánica, el fútbol reponía una nación representada en sujetos populares. Frente a un arquetipo gauchesco construido sobre las clases populares suprimidas por la organización económica agropecuaria, los héroes nacionales que los intelectuales orgánicos del fútbol propusieron eran miembros de las clases populares realmente existentes, urbanizadas, alfabetizadas recientemente, que presionaban a través del primer populismo argentino (el partido Radical de Yrigoyen) por instalarse en la esfera cultural y política. Y allí, entonces, radicó su eficacia interpeladora.
Dice Renato Ortiz (1991) que la preocupación por la construcción de una identidad nacional fue una constante en toda América Latina "pues se trataba de construir un Estado y una nación modernos", y "que fue la tradición quien acabó proporcionando los símbolos principales con los cuales la nación terminaría identificándose" (ídem: 96), que en el caso brasileño pasaron a ser el samba, el carnaval, el fútbol. Agrega Ortiz: "No tengo dudas de que esta elección entre símbolos diversos en gran medida se produjo merced a la actuación del Estado. (...) Fue la necesidad del Estado de presentarse como popular la que implicó la revalorización de estas prácticas que comenzaban, cada vez más, a poseer características masivas. Finalmente, la formación de una nación pasaba por una cuestión preliminar: la construcción de su 'pueblo'." (ibídem)
Es el Estado el que produce este pasaje entre "memoria colectiva" -vivencial y cotidiana- y "memoria nacional" -virtual e ideológica-. O, con más precisión, los intelectuales del Estado, mediadores que construyen ese discurso de segundo orden que es el discurso de lo nacional. En la Argentina, la temprana modernidad de su sistema de educación popular, de su industria cultural, de sus públicos masivos, permitió la aparición de un conjunto de intelectuales profesionales de los medios que elaboraron este discurso de la nacionalidad, de mayor eficacia entre las clases populares, al mismo tiempo que los intelectuales oficiales del Estado construyeron otro, en muchos sentidos divergente, pero dominante. Podemos proponer que es esa aparición temprana del discurso de la nacionalidad relacionado con el fútbol, difundido eficazmente entre las clases populares desde los años 20, lo que permitirá que dos décadas más tarde su mitología se vuelva ritual celebratorio de la patria, alcance su condición hegemónica. Para ese clímax, un escenario más propicio será suministrado por la experiencia populista del peronismo.

Patria, deporte y populismo

El período que va de 1945 a 1955 es un momento muy interesante para dar cuenta de las relaciones entre el deporte, los sectores populares y las operaciones político-culturales de un Estado que intentaba construir un nuevo marco económico. La necesidad de incorporar al proyecto de industrialización a los sectores populares requirió de mecanismos culturales para reelaborar un nuevo significado comunitario de nación. Este período puede caracterizarse como "nacionalismo oficial", en tanto "artefacto cultural de una clase particular" (Anderson, 1993: 21) que utiliza los aparatos del Estado para generar una idea de comunidad: educación elemental, obligatoria y masiva; propaganda estatal; revisión oficial de la historia (para recrear la "fundación de la patria"); militarismo; y otras acciones tendientes a la afirmación de la identidad nacional.
El populismo en la Argentina puede considerarse como un intento de reinventar la patria a través de la inclusión de las grandes masas populares en la cultura urbana, destinadas a ser beneficiarias de la redistribución del ingreso. Sectores hasta ese momento ilegítimos, que no sólo vieron ampliada la esfera de su participación política en función de la ampliación de derechos por un aumento de las demandas de la población, sino también en cuanto a la construcción social de su representación massmediática. Ambas caras de una misma moneda: una legitimación necesaria.
La importancia que tiene este período para indagar en la relación entre deporte y nacionalismo, reside en tres aspectos que aparecen como datos fuertes de estos años: la expansión deportiva -ya sea desde el punto de vista comunitario como el de alto rendimiento-; el auge y la consolidación de la industria cultural de sólido rasgo intervencionista; y la irrupción en la esfera política de un nuevo actor social, las clases populares, llamadas a ser el protagonista y el destinatario de las políticas de Estado. Esta aparición en escena de las clases populares y su nominación como "pueblo", al tiempo que define la interpelación populista como marco del período al convertir a las masas en pueblo y al pueblo en Nación, colocó al deporte como un dispositivo eficaz en la construcción de una nueva referencialidad nacional.
Al mismo tiempo el espectáculo deportivo se inaugura como un nuevo ritual nacional posible -hasta ese momento prácticamente inimaginable por la sociedad política- ampliando el repertorio simbólico común (García Canclini, 1991). El deporte operó así sobre la articulación de las modalidades y los mecanismos de consenso civil y político porque se trata de un conjunto de emociones, necesidades y subjetividades relacionadas con las modalidades narrativas de un sentimiento patriótico. Lo que nos interesa aquí es que el espectáculo deportivo aparecía por primera vez como válido para integrar el repertorio nacional y que su legitimidad estaba dada por su vínculo con lo popular.
En este sentido, el deporte fue un vehículo apto para poner en escena estas nuevas representaciones, para lo cual la política intervencionista del estado sobre las industrias culturales jugó un papel decisivo. En la resemantización que hacían los medios de las demandas provenientes de los sectores populares puede leerse la operación de negociación entre estos dos actores y el Estado, desde la necesidad de conformar un nuevo colectivo donde ciudadanía y "pueblo" parecen ser términos equivalentes. También es significativa la interpelación, en la prensa oficialista de la época, a un recorte etario de la sociedad que parece querer desplazar semánticamente el significado de "argentinidad" a una noción de futuro, como si existiera un pasado que hubiera que olvidar.
Sin embargo este imaginario nacional no discurría despegado de lo que efectivamente se implementaba desde el Estado. Su fortaleza derivaba también de una verdadera redistribución del Producto Bruto Interno (Ferrer, 1980) que permitía la asignación de recursos a políticas sociales en general. Inscriptas en el marco de una participación democrática ampliada, las políticas deportivas estaban destinadas a la participación deportiva comunitaria. Pero también a mejorar el desempeño del Alto Rendimiento, para lo cual se creó un marco regulador innovador para la época. La confluencia de la dimensión comunitaria y de las competencias internacionales es un dato fundamental para entender la relación de un imaginario colectivo que operaba sobre la representación massmediática de un deporte exitoso y también con las experiencias intersubjetivas de la ciudadanía, tanto en su rol de participante directo como en su papel de espectador, lo que además permite hablar de un aumento del poder adquisitivo de los sectores populares y de su emergencia en tanto consumidores culturales.
Durante un período marcado por numerosos triunfos y destacados desempeños deportivos en sede local y en el exterior, estos resultados fueron aprovechados para ser puestos en escena como un mecanismo de reafirmación de la épica nacionalista. Uno de los medios más eficaces para esto fue Sucesos Argentinos, noticieros cinematográficos que mostraban los resultados de la gestión deportiva, ya sea en el deporte comunitario y la expansión de las obras públicas (Torneos Infantiles, inauguración de complejos polideportivos, etc.) como en la difusión de los logros de deportistas destacados. Pero por otro lado, también el imaginario operaba sobre los productos cinematográficos de ficción que permiten leer las relaciones del peronismo con las industrias y los agentes culturales. El cine se constituyó en uno de los ejes más destacados donde ilustrar las épicas nacionalistas, sobre todo por la sólida expansión de la producción cultural autóctona relacionada con el crecimiento económico del período y con el apoyo estatal que recibió.
En la relación deporte-cine, el período populista aporta un primer dato: de la escasa (escasa) serie de filmes argentinos que trabajan -directa o indirectamente- el tema del deporte, un porcentaje superior al treinta por ciento se produjeron durante este período (apenas diez años sobre más de sesenta de historia del cine argentino), lo que señala, provisoriamente, el peso de la temática en las expectativas de consumo.
Por otro lado, los filmes deportivos durante el peronismo no fueron documentales propagandísticos, inclusive escaparon a las referencias explícitas o laudatorias propias del aparato mediático estatal. En tanto operación de reinterpretación del nacionalismo algunos productos audiovisuales de ficción permiten aproximaciones interesantes. En una de las últimas escenas de "Pelota de trapo" (1948), quizás la más importante película de la serie tanto por su calidad como por su repercusión, se produce un diálogo curioso: el personaje central de Comeuñas (Armando Bó), futbolista estrella que debe retirarse por una afección cardíaca, es reclamado por el público presente en una final sudamericana entre Argentina-Brasil. En el vestuario, su amigo y descubridor le reprocha su presencia y se niega a autorizarlo a jugar el tiempo suplementario definitorio. Sin embargo, "Comeuñas" el personaje de Bó, mirando a la bandera argentina que flamea en el campo de juego, le insiste a su amigo con este argumento: -"Hay muchas formas de dar la vida por la patria. Y ésta es una de ellas".
Frente a tamaño alegato, el amigo consiente, y "Comeuñas" entra a la cancha. Previsiblemente, convierte los tantos definitorios, sufre dolores en el pecho, pero resiste y no muere. ¿La patria acepta su esfuerzo pero no le exige su inmolación? Más allá de las lógicas del melodrama, el fragmento remite (por primera vez en las películas deportivas argentinas) a una interpelación que vincula, explícitamente, las actuaciones deportivas con los argumentos nacionales. En el contexto populista, la asociación pueblo-Nación permite que los sujetos populares participen en la construcción de la nacionalidad desde roles, hasta ahí, descentrados e ilegítimos.
Por su parte, "Escuela de campeones" (1950) relata la historia de Alexander Watson Hutton, profesor escocés considerado el gran impulsor del fútbol en la Argentina, y el club Alumni, el equipo fundador. Pero el filme se integra en una serie mayor: Escuela de campeones participa de la lista de películas producidas por la empresa Artistas Argentinos Asociados con guión de Homero Manzi (connotado intelectual orgánico del peronismo) que en esos años diseña una historia pedagógica para consumo de masas. De este modo, podemos entender que el fútbol fue considerado un componente necesario en la narrativa de la nacionalidad, junto a, por ejemplo, la vida del prócer Domingo Sarmiento filmada en "Su mejor alumno". Al interior de la serie populista, Manzi utiliza los argumentos legitimadores de la tradición histórica conservadora.
Estos productos audiovisuales de ficción, exponían las esperanzas de un sector para el cual el deporte (en especial el fútbol, ya profesionalizado) se convertía en una posible ruta hacia el éxito económico y/o la fama. Los héroes deportivos, en tanto íconos del concepto republicano de igualitarismo propio de las sociedades modernas, interpelan a los ciudadanos, en su condición de simples mortales, a reconocerse en la idea de meritocracia que supone la igualdad formal de oportunidades y de acceso a los recursos (Ehrenberg, 1992). Dicho en otras palabras y parafraseando a Gellner (1993), los "héroes populares" no son distintos a nosotros: sólo poseen más dinero. Y los medios de comunicación son el vehículo ideal de las sociedades de masas para escenificar las epopeyas de los héroes deportivos como una reafirmación de la creencia en la igualdad. Un buen ejemplo del período es la glorificación que se hiciera de las grandes hazañas deportivas de uno de los exponentes más mitificados: el boxeador José María Gatica, el "Mono".
En esta línea la Argentina cuenta con una serie histórica que podríamos denominar "héroes deportivos mundializados", y que podría definirse como el conjunto de aquellos deportistas que condensan en sus hazañas deportivas difundidas a través de los medios globales, una especie de referencialidad nacional que descansa sobre el alto grado de adhesión de su comunidad de origen, más allá de que sea necesario articular cada actuación con un específico momento histórico en el desarrollo global de los medios.
Obviamente, esta serie está coronada por Diego Maradona.

Diego Maradona: un (¿primer?, ¿último?) héroe global

Una serie que está articulada eficazmente en torno a aquel individuo que se destaca del resto por mérito propio, reafirmando así que por esta ruta se llega al éxito individual. Y si Bromberger (1994) afirma que para llegar al éxito el mérito sólo no alcanza, que otros factores como el azar o la trampa contribuyen a alcanzar los triunfos, en 1986 Diego Maradona dio cuenta no sólo de su mérito, sino también del papel del azar y la trampa: primero la "mano de Dios", luego el mejor gol del mundo de todos los tiempos.
Esta atribución doble de sentido, este exceso de Maradona, contiene en sí su propia contradicción que es, a la vez, un inconveniente que se le plantea a la posibilidad de construir alrededor del fútbol una nueva referencialidad patriótica. Archetti lo señala correctamente cuando afirma que su performance no parece estar asociada a un 'estilo nacional' sino que es considerado único. Dice Archetti (1994a: 56:): "El problema, desde el punto de vista argentino, es no sólo que los héroes son universalizados en un contexto donde el fútbol pertenece a una especie de 'cultura global del mundo', sino que son percibidos como 'accidentes históricos', como 'productos de una naturaleza arbitraria'". También lo entendió de este modo Maradona cuando afirmó: "Dios juega conmigo". El estilo futbolístico argentino parece ser nada más que un mito: los individuos son la verdadera historia.
Lo que hace de Diego Maradona un hito insoslayable en la serie, además de su extremada habilidad deportiva, es su condición global: no sólo jugó la mayor parte de su carrera fuera de la Argentina, sino que además, sobre todo a partir de 1986, ha realizado no pocas "hazañas" en favor de la camiseta argentina frente a millones de espectadores, poniendo en circulación un símbolo de "argentinidad" que apunta hacia dos direcciones: una concéntrica, es decir, hacia el país del cual es referente, y otra excéntrica, hacia afuera, hacia el mundo: Maradona parece ser nuestro mejor embajador audiovisual. Y no se trata de un simulacro de la sociedad postindustrial (Baudrillard, 1987) porque su modelo no precede al real: lo acompaña.
Durante su etapa global, la imagen mítica de Diego Maradona conjugó los elementos que Baczko (1991) señala como las condiciones esenciales del mito: un contexto afectivo, un hecho convertible en objeto de discurso y actores que le den significación. Esta combinación permitió imaginar que, en el concierto de las naciones, en la circulación de bienes a través del mercado internacional, la Argentina podía ganarse un lugar, si ya no en términos de bienes económicos, al menos en términos de mercancías simbólicas. Lugar, por otra parte, potenciado por Maradona al agregarle el valor de la legitimidad al fútbol argentino. Porque si en 1978 la Argentina ganó el campeonato mundial, las sospechas que pesaron sobre el partido Argentina-Perú, así como el perverso escenario militarizado en que se llevó a cabo, desplazó su representación heroica y fue reemplazado por el triunfo legítimo de 1986 y el "casi" Campeonato de 1990.
Su eficacia en la cancha de fútbol ha servido también de relevo simbólico para elaborar con menos angustia el imaginario social sobre lo nacional. La "mano de Dios" frente a los ingleses en México '86 es un tema que puede ser leído (y de hecho así ha sido) como una forma oblicua de enfrentar, desde la "picardía criolla", a los viejos enemigos, y que reapareció desde la mismísima Universidad de Oxford, actualizando viejos conflictos nacionales donde no es un tema menor la derrota de Malvinas.
Lo que pone en juego este héroe deportivo global es la referencialidad de la patria. La apoteosis maradoniana en Argentina lo colocó en el centro de una disputa por el sentido entre distintos sectores que tironeaban de él para apropiarse de su carga simbólica. ¿Qué es la patria? ¿Puede el fútbol suplir a la política?
La Copa Mundial de 1994 significó el clímax de esta disputa. La imagen globalizada de Diego Maradona tras su tercer gol a Grecia disparó la contradicción: ¿héroe de la patria o negación del capital escritural (y, por lo tanto, legítimo)? ¿Energía positiva al servicio de nuclear emotivamente a un país o energía negativa que mostró una imagen distorsionada de la Argentina? Una disyuntiva que puso en conflicto la propia construcción de Maradona como símbolo, porque se trató de una disputa por congelar el sentido, por apropiárselo, por ganarlo para el propio terreno: cada nuevo evento protagonizado por Maradona estableció una tensión entre la necesidad de dirigir la decodificación de un hecho y los sentidos que la recepción efectivamente le ha atribuido. No queremos decir con esto que aquellos debates reemplazaran las discusiones sobre lo nacional, pero sí que se dieron en forma simultánea y acaso azarosa con la circulación de otros discursos sobre lo nacional generados a partir de sus actuaciones.
En el centro de la tensión señalada se puede leer la vacilación massmediática entre incluir a Diego Maradona en la serie de "genios" de la historia, caracterizada por el conjunto de aquellos que demuestran su vocación temprana "mediante hechos y no mediante argumentaciones" (Varela, 1994a: 57) o echarlo del paraíso, esto es, excluirlo de la serie "hombres ilustres" por su inadaptación a las normas del saber escolarizado. Articulación compleja, no lineal y en conflicto, porque la dificultad de reunir los relatos que se oponen no reside, como en la forma canónica de la historia, en la reconstrucción de un suceso. Maradona no nos enfrentó con hechos pasados extraviados sino con un conjunto de emociones, necesidades y subjetividades que se relacionan con un sentimiento patriótico antes que con una verdad fáctica. La preocupación de los sectores dominantes por legitimar un modelo social nacional, pareció chocar con lo errático de las acciones y las declaraciones de Diego Maradona quien, no sólo en la cancha sino también en sus apariciones públicas, se resistió a ser modelizado. Esto dificultó la articulación de ideas-fuerza alrededor de una identidad nacional de algún modo esencialista y, a su vez, orientó las esperanzas y los sentimientos colectivos en las direcciones que su condición humana (y por lo tanto falible) iban marcando: de izquierda a derecha, en un péndulo indetenible.
Si para los medios Maradona significó dinero, también ofreció la posibilidad de apropiarse de un sentido errante: el de una sociedad que ve derrumbarse en lo político sus referencialidades más elementales. Maradona fue la (¿última?) posibilidad de otorgarle a la patria un sentido cuyo anclaje históricamente ha sido objeto de disputa. Pero una posibilidad imprevisible: en primer lugar por la propia ambigüedad de sus entradas y salidas del universo futbolístico, ya sea en su desempeño profesional como en la deriva de sus amistades y/o de sus opiniones políticas que hicieron de él un objeto codiciable. Pero también (y quizás sea éste el elemento más interesante) porque su condición errática permitió la posibilidad del ejercicio de la función compensadora de la memoria colectiva, es decir de la actualización de los valores considerados como esenciales para la identidad y la cultura nacionales a través de mecanismos no lineales ni unificados de significación.
En la disputa entre la memoria y la historia, Diego Maradona pareció equilibrar, durante un tiempo, las cuentas a favor de la Argentina.

La fractura: fútbol tribal en épocas globales

En un reciente trabajo Archetti radica parte de la eficacia de la epicidad de Maradona en su continuidad con la tradición mitológica. Allí señala que "en una escena global donde la producción de territorios e identidades locales se supone difícil porque los mundos vividos de los sujetos locales tienden a devenir desterritorializados, diaspóricos y transnacionales" (Archetti, 1996b: 15), la continuidad del mito del estilo argentino encarnada en Maradona permitía la supervivencia de una identidad. Sin embargo, la localización en escenarios globales con la mediación del héroe, investido de representación nacional, entra en crisis con la salida de Maradona de la escena. La exclusión del Mundial '94 coincidió con la eliminación del equipo argentino en octavos de final, proponiendo una relación causa-efecto temporal que también fue leída en lo factual. Maradona, expulsado del Mundial, arrastra a la nación toda; a partir de allí, nuestra única mercancía argentina exitosa, simbólica y corporal, se deprecia en el mercado global para devolver a la Argentina a su tradicional -y poco relevante- lugar de productor de alimentos y débil exportador de bienes con bajo valor agregado. El relato mitológico del fútbol argentino, mezcla de éxitos y héroes, de estilos originales y sabias apropiaciones, se vio, de improviso, desprovisto de toda referencialidad.
Los años que siguen ejemplifican ese cuadro. Maradona se transformó en un jugador asistemático; su erraticidad semántica abandonó las líneas políticas progresistas y pareció encontrar un lugar más estable junto a los repertorios del neoconservadurismo populista; pero además, al descender a la escena local, su estatura mítica se redujo, desapareciendo como núcleo de representación de la nacionalidad (Alabarces y Rodríguez, 1996). Los jugadores argentinos, si bien continúan siendo exportados masivamente al fútbol europeo, ya no son figuras excluyentes, ni revistan, con contadas excepciones, en equipos de primera línea. El acceso masivo a la programación deportiva internacional, por la extensión explosiva de los servicios de televisión por cable, permite a los públicos argentinos constatar cotidianamente la exclusión del fútbol nacional de los nuevos estadios globales. El fútbol argentino, entonces, se coloca en una situación de crisis similar a la vivida luego del Mundial de Suecia en 1958, cuando la derrota por seis goles frente a Checoslovaquia motivara una fractura de todos los relatos míticos.
Pero, en este caso, la crisis no es sólo futbolística, no consiste únicamente en la comprobación del fracaso de un esquema táctico. Es toda la serie que hemos presentado hasta aquí la que parece fracturarse: la fundación mitológica -del fútbol y de la nación-, la asunción estatal de la relación deporte-nación en la etapa populista, su héroe máximo. Esa caída del héroe no se produce en cualquier momento, sino en la etapa global del capitalismo occidental. A la pregunta ¿cómo entrar a la globalización?, ¿cómo marcar la colocación local, cómo imprimir una marca de sentido propio al flujo de discursos transnacionalizados?, la Argentina no puede responder adecuadamente. Renato Ortiz señala que la globalización desvía el peso tradicional de los discursos (y las mercancías) basadas sobre el imaginario de lo nacional-popular, hacia la constitución de un imaginario internacional-popular. En ese nuevo marco, los símbolos tradicionales de la fundación del Estado-Nación brasileño -samba, carnaval, fútbol- dejan su lugar a las nuevas mercancías globalizadas: la publicidad, los melodramas televisivos, la Fórmula 1 (Ortiz, 1991; cfr. supra). Es interesante que en esa serie, que reemplaza bienes fuertemente marcados por las clases populares por bienes básicamente massmediáticos, reaparezca el deporte y la heroicidad: Ayrton Senna, tricampeón mundial, mártir del automovilismo global, celebrado en Brasil como héroe patrio. Héroe patrio en Brasil. La cultura brasileña parece haber hallado su modo particular de globalizarse: la continuidad de un modelo de penetración en los mercados universales a través de la producción de bienes simbólicos con ventajas comparativas: Ronaldinho, proclamado, antes que el mejor, el jugador más caro del mundo.
Por el contrario, en la Argentina se produce una colisión de discursos: un neoconservadurismo político y económico hegemónico que proclama el reingreso argentino al Primer Mundo, coexiste diariamente con la experiencia cotidiana, entre las clases populares y también en las clases medias, del deterioro agudo de las condiciones de vida, con la pauperización, con la ineficacia para incorporarse exitosamente a un mercado global, del que se reciben sus perjuicios -depreciación del valor de las mercaderías, desocupación como fenómeno mundializado, narcotráfico- pero no sus beneficios. Para colmo, bienes tradicionales como el fútbol -como saldo exportable además de capital simbólico- también desaparecen del mercado.
El fútbol argentino no puede gestar nuevos héroes globales: y en la argumentación que hemos desarrollado hasta aquí, sin héroes que lo soporten, no hay relato épico posible. El vacío post-Maradona es demasiado grande. Lo que predominan, en consecuencia, son intentos de épicas pequeñas, domésticas, de alcance latinoamericano, que generan (por la exacerbación de un nacionalismo de vuelo bajo, desprovisto del tinte antiimperialista que reponía, por ejemplo, el clásico enfrentamiento con Inglaterra) generan chauvinismos, racismos refugiados en la mítica unidad étnica argentina frente a la polietnicidad latinoamericana, paranoias massmediáticas que suponen, en cada derrota, complots planetarios. La explosión industrial de las telecomunicaciones globales y del espectáculo deportivo como mayor fenómeno de audiencias encuentra a la Argentina en condiciones de debilidad para imponer "naturalmente" sus actores, por lo que los discursos massmediáticos deben fabricarlos, deben desplazar las estrategias estrictamente deportivas por las de marketing. El caso del jugador Ariel Ortega es, en ese sentido, paradigmático: se lo celebra como un nuevo Maradona, se le concede la camiseta número 10 en el equipo nacional, se promociona su venta a España (a un equipo de segundo nivel, el Valencia) como prueba de la continuidad del relato, se remarca el juego brusco al que es sometido por las defensas contrarias (la prueba de todo héroe). Y se destaca su extracción de clase: proveniente de las clases pobres del interior de la Argentina, Ortega (llamado Orteguita, es decir, un pibe, un nuevo niño que transgrede el mundo hiperprofesionalizado del fútbol con su desparpajo) aparece como el último representante de la clásica procedencia de los jugadores argentinos. Sin origen humilde, reza el mito, no hay épica del ascenso social. Y hoy el hiperprofesionalismo del deporte global expulsa a las clases populares argentinas, sometidas a condiciones deplorables de nutrición y escolaridad en la niñez, de la práctica de alto rendimiento.
Pero al mismo tiempo que expulsa sectores de su práctica profesional, el fútbol incluye todo lo que toca. Ninguna superficie discursiva en la sociedad argentina le es ajena: la agenda cotidiana padece de futbolitis, las minucias del fútbol doméstico inundan las primeras planas de la prensa sensacionalista, pero también de la "seria"; los discursos intelectuales profesionales también ceden al atractivo de un balón en movimiento. La tradicional sobrerrepresentación de las clases populares en el fútbol argentino ha sido desplazada por un policlasismo expansivo que disuelve (parece disolver) todo tipo de apropiación diferencial. Y en esa expansión, el fútbol practica, también, un imperialismo de género, que consiste en la incorporación acelerada de los públicos femeninos, televisivos pero también en los estadios, y en la aparición de una importante cantidad de mujeres trabajando como periodistas deportivas.
Pese a esta explosión invasiva de territorios tradicionalmente ajenos al fútbol, la ausencia de mitos unificadores deportivos no puede suplantar la debilidad de los relatos nacionales clásicos. Luego del peronismo, el progresivo deterioro de las instituciones modernas argentinas -el Estado, la escuela pública, la política, el sindicalismo-, que permitió la apoteosis del deporte como símbolo identitario nacional, no parece hallar, a corto plazo, nuevos discursos que ocupen esa función. Porque el fútbol, entre tanto, se sumerge en una etapa de tribalización exacerbada (Maffesoli, 1990), donde las oposiciones locales -enfrentamientos entre equipos rivales clásicos, el eje de oposición Buenos Aires-provincias, las rivalidades barriales al interior de una misma ciudad- se radicalizan hasta configurar identidades primarias. Más: se sobreimprimen en el equipo nacional, acusado de faccioso. La selección nacional, otrora mito de unidad, se lee ahora como atravesada por la lógica tribal. La nacionalidad se soporta en discursos parciales y segmentados, mutuamente excluyentes, donde la totalidad del relato unificador está ausente. Fuertemente dependiente del Estado, el discurso unitario de la nacionalidad se ausenta, en el mismo movimiento en que el Estado neoconservador se ausenta de la vida cotidiana.
Extraño símbolo de los tiempos, el emblema de unidad nacional es suministrado por la industria cultural. Como corolario de una agresiva campaña publicitaria -recargada de apelaciones triunfalistas y xenófobas-, América TV, la empresa multimedial que transmitió varios de los partidos por las eliminatorias latinoamericanas para el Mundial la Copa del Mundo '98, confeccionó una bandera gigante (aproximadamente de 150 metros de ancho y a un costo de 40.000 dólares) que "donó" a una supuesta "hinchada argentina" para ser usada en el partido contra Ecuador en el estadio Monumental de Buenos Aires. La gigantesca bandera -con los colores argentinos, el logotipo del canal impreso en su parte inferior, y una leyenda que reza "Argentina es pasión" (el lema del canal es "América es pasión")- fue exhibida al comenzar el partido y en el entretiempo, ocupando una cabecera del estadio, y permitiendo un plano general publicitario a la cámara televisiva que la enfrentaba. La bandera, símbolo por excelencia de la patria, metonimia de la Nación, señalaba la unidad nacional al tiempo que se transformaba en territorio de los sponsors. Mientras tanto, amparados por la cobertura momentánea, decenas de rateros amenazaban a los espectadores que se hallaban debajo de ella para que les entregaran sus pertenencias.
Así, entre la sponsorización del patriotismo y la delincuencia, circulan nuestros argumentos nacionales.

(trabajo de Pablo Alabarces y María Graciela Rodríguez, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires)

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