Ante los cambios realizados por Blogger, tiempo atrás, y que afectaron la plantilla de este blog hay textos largos que no se mostrarán totalmente. La solución a dicho inconveniente es hacer click en el título del artículo y así se logra que se muestre el resto de la entrada. Muchas gracias y disculpas por la molestia ocasionada.

Otro cuento de fútbol (Marcelo Carlos Zona - Argentina)


Volver

“Si la historia la escriben los que ganan,
eso quiere decir que hay otra historia”

Eduardo Mignona



1. Llegar

Al principio no era fácil. No es como ahora que viene cualquiera y te arma una prueba ve dos o tres pibes que andan más o menos y se los lleva a un club grande. Encima está esa diferencia, los vienen a buscar prácticamente a la puerta de su casa. Si yo he visto esas convocatorias que hacen en la Placita, ¿cuántos chicos meten? ¿500? ¿600? Antes, en cambio, conseguir una prueba en un club de primera te costaba un huevo y si no tenías un buen contacto era muy difícil que se te abrieran las puertas. Me acuerdo que nos fuimos toda la banda. Éramos seis o siete de los integrantes de ese equipo de Argentino que arrasó en el campeonato de la Liga, le habíamos sacado como veinte puntos al segundo, cuando todavía se repartían dos por partido ganado, si hubiesen sido los tres de ahora creo que dábamos la vuelta olímpica en la mitad del torneo. Pero tuvimos suerte, porque nos recibieron en Ferro y estuvimos dos semanas probándonos. Te digo, nos fue bárbaro, si hasta nos metieron en la pensión y nos daban la comida. No gastamos un cospel en nada. Sólo tuvimos que poner en los pasajes de ida y vuelta o en algún que otro taxi que usamos para recorrer y conocer Buenos Aires. Yo anduve bien esos días. ¡Ojo! No me agrando, pero de verdad, anduve bien. No en cambio lo otros chicos. ¿Sabés que pasa? Que en la cancha, entre nosotros, éramos unos fenómenos. Nos conocíamos de memoria, cada uno de nosotros sabía lo que el otro iba a hacer. ¡No es para menos, che! Si empezamos a jugar juntos en el baby, así que sacá la cuenta fueron casi diez años en los que nos veíamos dos o tres veces en la semana para entrenar y los sábados o domingos para los partidos. Para mí, te digo la verdad, allá en Buenos Aires jugamos todos bien, un poco más, un poco menos, pero estuvimos dentro de lo que habitualmente sabíamos hacer y ¿sabés qué?, a mí fue al único que llamaron. Nadie lo podía creer. Del grupo yo era el más chico, tenía 16 años recién cumplidos y los otros me llevaban uno o dos. Casi había ido de colado, como el hermano menor que sigue al mayor por todos lados. ‘¿A vos? No jodás, Qué te van a llamar a vos’, me decían los otros pibes. No lo podían creer. Pero era cierto. Creo que me dejaron porque era un flaco alto que jugaba de defensor. Los tipos pensaron que me iban a tener cinco o seis años con ellos, tiempo al cabo del cual les quedaba su modelo de jugador, su ideal.

2. Partir


Creí haber tocado el cielo con las manos. Te repito, en esa época no iban muchos a Buenos Aires y yo que había ido, quedé. Se lo dije con una alegría enorme a mis Viejos y no veía la hora en que llegara el día en que tenía que viajar. Me acuerdo que charlábamos bastante con mis Viejos sobre todo lo que significaba irse, pero yo no les daba ni cinco de pelotas, no veía la hora de irme. En esos días, creo, fue cuando empecé a dejar los libros. Estaba en cuarto año del secundario... Era un pendejo, tenía la cabeza en otra cosa, me imaginaba que iba a llegar, que iba con el fútbol iba a salvar a toda la familia y que no iba a tener necesidad de tener un estudio. Cosas de chicos. Después en Buenos Aires me anoté en un nocturno, pero duré un par de semanas y largué. Yo tenía la idea fija de jugar al fútbol, para mí todo era fútbol, fútbol y fútbol. Además llegué a la pensión del club que en esa época era como un hotel cinco estrellas. No nos faltaba nada. Nos daban las cuatro comidas diarias bien abundantes, televisión, calefacción en invierno y aire acondicionado en verano. Un lujo total. Y vivíamos en Caballito, en plena Capital Federal, que no es lo mismo que estar... Qué sé yo, en Avellaneda, por ejemplo. Ahí teníamos todo a mano, el club a dos pasos y a lo sumo una hora de viaje hasta Pontevedra, donde entrenábamos casi todos los días de la semana. Y eso lo valorábamos, porque veíamos a los otros pibes que se levantaban a las cinco de la mañana y se tomaban dos o tres urbanos para llegar hasta el club. Lo que era en esa época Ferro, no te imaginás. Estaba arriba en todos los deportes, ibas caminando entre la cancha de fútbol y la de básquet y te cruzabas con todo tipo de figuras. De vóley, de gimnasia, con los campeones de la Liga Nacional de básquet y con los vagos de primera que habían ganado el título del ’82, que yo los había visto en mi casa por la televisión.

3. Estar


Al principio, como todo era nuevo, todo me parecía lindo. Pero con el paso del tiempo las cosas se fueron complicando o, mejor dicho, haciéndose más difíciles. Había que estar todos los días al pie del cañón a las siete de la mañana, sobre todo cuando uno es adolescente y te empiezan a gustar otras cosas, cuando se te despierta el indio. Para colmo, Buenos Aires es una ciudad tramposa, tenés de todo ahí nomás al alcance de tus manos. Es muy dañina si sos una persona que no conoce sus límites o si no tiene la capacidad para ponérselos. Las minas que veíamos. Cada giro y encima cuando vos le decías que eras futbolista y que estabas en Ferro, quedaban regaladas. Pero guarda que nosotros sabíamos cuando salir de farra, lo manejábamos, porque al otro día tenías que estar arriba a las siete y los tipos se daban cuenta al toque si vos habías descansado bien o no. Había que rendir a full en todas las prácticas. Lo nuestro no era la noche. Era la tarde. Después del almuerzo no nos quedaba otra que hacer una buena siesta y cuando nos levantábamos salíamos a girar. Le tirábamos los galgos a todas las minas que veíamos por la calle. No podías dejar pasar una oportunidad porque en diez millones de personas cuándo volvés a ver una piba. ¿Sabés qué? En esa época no teníamos nada en claro, sobre todo con uno mismo. Pero a esa edad qué querés. Si bien en la pensión no nos faltaba nada, estaba a seiscientos kilómetros de mí casa, de mis Viejos o de la gente que te pudiera dar un sano consejo. Hoy me doy cuenta que si hubiese tenido las pilas puestas en llegar, en lugar de haber estado pavoteando por ahí, tendría que haberme quedado en el gimnasio o después de hora en la práctica puliendo los defectos. No lo vas a creer, pero yo no sé cabecear. Sí. Estuve seis años en un club de primera y no aprendí a cabecear. Cuando lo entendí era tarde, ya estaba jugado. Me di cuenta cuando me tocó la colimba y no hicieron nada para que zafara. Si les hubiese interesado hubiesen hablado con los milicos, pero no. Los tipos me dejaron ir como si nada. Debería haber tenido los huevos suficientes para encarar a los técnicos de frente y hablarles directo para saber cuales eran mis posibilidades, qué querían de mí y definir de esa manera tu futuro, el rumbo de tu vida. Si los tipos hubiesen sido francos, sinceros, me lo deberían haber dicho también y podrían haberlo hecho cuando firmé el contrato, cuando me hicieron profesional. En una de esas me podía enchufar de nuevo y meterme en carrera otra vez. Me hubiese alcanzado con ver a otros jugadores, si adelante mío estaban Cúper y el ‘Gallego’ Vázquez. Con copiarles algo de lo que hacían me alcanzaba. Pero yo ya estaba jugado y cuando entraba a la cancha buscaba divertirme. Me acuerdo que un día en la cancha de Racing, jugando con la reserva, me venía una pelota divina, re-fácil, caía colgadita y todo aconsejaba que tenía que reventarla de primera para que después se encargaran los delanteros de conseguirla, sin embargo la paré, la puse abajo del botín y aguanté la cara del nueve de ellos, cuando estaba cerca amagué que le iba a pegar, pero la cambié de derecha a izquierda y salí jugando, levanté la cabeza y se la dí al cinco, que estaba pasando por una situación similar a la mía. No sabés la gente en las tribunas, se venía abajo, para colmo ya estábamos cerca del final del partido, así que se habían juntado bastantes simpatizantes de ambos clubes. Pero en el banco, el ‘Cai’ me quería matar, no te imaginás cómo me puteaba. Por un lado tenía razón, no sólo estaba arriesgando una pelota, sino también un montón de guita. El dinero de mis compañeros y el suyo. Pero por el otro, loco, ¡qué falta de campito! Te cuento, ellos sostenían que en esa época, en Argentina, solamente Olguín podía salir jugando con la pelota, el resto teníamos que reventarla. Y yo no era así. No lo sentía. Había otros chicos que no tenían problemas, les pedían que la reventaran a la tribuna y zas, allá iba la pelota, si había que cortar un ataque del rival bajando a un jugador, con foul, no dudaban a darle de la rodilla para arriba. Yo, en cambio, había escrito mi final en Ferro, aunque en realidad hacía las cosas esperando que me vieran de otro club y me llamaran. Yo ahí ya no quería seguir jugando, es como que me había dado cuenta que me usaron, que me tuvieron para la competencia con otros zagueros centrales o, por mi estilo, para entrenar a los delanteros propios, nada más. Creo que ellos sabían que yo nunca iba a jugar en primera... desde el principio. Que se la va a hacer, fueron años contradictorios, con cosas feas, las menos, y otras muy lindas. Me acuerdo de una espectacular.
Veníamos desde Pontevedra en el auto de Oscar Acosta, él, Marchesini, El ‘Gallego’ González, El ‘Mago’ Garré y yo; entrando a la Capital nos pasamos un semáforo en rojo y nos paró un milico, ya no estaba por hacer la boleta y Acosta, para zafar, le dice, “Pará Viejo, sabés qué pasa, que tenemos que llegar rápido a la cancha porque concentramos. Nosotros somos jugadores de primera”. “¡Ah! ¿Sí? ¿Dónde che?”, nos pregunta el tipo. “En Ferro”, le contestó. El cana se inclina sobre sí mismo y empieza a observarnos uno por uno, de repente empieza a zarandear al cabeza como afirmando y me señala a mí. “Tenés razón a ese yo lo conozco, lo ví en los diarios”, dijo y nos dejó pasar. A mí me reconoció, que ni siquiera iba al banco de suplentes y los otros tipos ya habían ganado todo, venían de ser campeones de primera, jugaron la Copa Libertadores y encima tenían selección. En fin, cosas lindas que uno recuerda. Como los buenos compañeros, porque guarda, ahí no hacés amigos. Decime si a una persona con la que compartiste seis años de tu vida, con la que viviste junto en una pensión, en un departamento, con la que conociste mujeres y la noche de Buenos Aires, con la que compartiste sueños e ilusiones, no la vas a llamar por teléfono en las malas para brindarle una palabra de aliento. ¿Vos lo harías? Yo sí. Sin embargo, nadie me llamó. Solo como llegué, también me fui. Años después el ‘Mono’ Burgos sé que anduvo preguntando por mí, mandó a pedir mi número de teléfono, pero... Ya estaba, ya había pasado todo. Yo quería olvidar. Lo podría haber llamado, pero no lo hice cuando las cosas no le estaban saliendo bien, cómo iba a quedar que lo llamase ahora que estaba en la cúspide, rodeado por el éxito. Son cosas que vos pensás. Es que pensás mil cosas. No sé si está bien o mal. Pero ya está, en una de esas la vida nos pone frente a frente en el camino y charlamos como si nada hubiera pasado.

4. Volver


¿Qué hago? Tenía 21 años y nada en la vida. De repente me salió una oferta en Tucumán y sin pensarlo, desesperado agarré. Así que me fui para allá sin estar convencido. Sentía la obligación de tener algo, un club donde jugar para demostrarles a todos que contaba con condiciones. Pero me encontré con otro mundo. Un mundo muy distinto al de Buenos Aires en todos los sentidos. Yo venía de tener mi platita todos los meses, el recibo de sueldo, un departamento y lo que te imaginaras al alcance de tus manos. Y allá tenía que correr detrás de un dirigente para que me pagara lo que me había prometido, no te daban la guita, se escondían, esperabas el día del partido, cuando aparecen todos, pero ni así. Salía de la cancha a mil y los tipos ya no estaban más. El punto final fue en la previa del clásico, ese sábado se casaba mi hermano y yo no pude venir porque el domingo jugábamos. Qué bajón. Con todo lo que ya me había perdido. Creo que estuve una o dos semanas más y me pegué la vuelta. Dejé todo y no me acuerdo si cobre lo que me habían prometido. Me volví a Buenos Aires. Fui a parar al departamento de una mina que tenía en ese entonces. Ella laburaba y vivía sola. Así que ahí me instalé, pero a medida que pasaban los días y no llegaba ni una oferta, entré a desesperarme, no sabés qué hacer de tu vida. Estaba pintado, yo que había estado tan cerca de jugar en primera, ahora estaba pintado y mantenido por una mina. Toqué fondo. Llegué bien abajo. Jamás me lo hubiese imaginado, ya no quería saber más nada con el fútbol, en lo único que pensaba era en poder encontrar un lindo trabajo y formar una linda familia. Pero por suerte todavía estaban mis viejos. “Volvé cuando quieras, que ahí todavía está tu camita”. Eso me dijeron. Son de fierro, porque ellos también cargaban sobre sus espaldas con mi fracaso. Perdieron un hijo a los dieciséis años, tenían puestas sus esperanzas en él, como todo padre, que le vaya bien, que triunfe, que se asegure un futuro y nada. El guaso volvió con una mano atrás y otra adelante. Sin trabajo. Sin perspectivas. Porque encima yo no podía jugar al fútbol en ningún lado. Ahí me dí cuenta de lo valioso que es tener una familia, de las pequeñas cosas de todos los días, de lo que significa volver a las raíces. Al final, terminé arreglando con un club de la Liga, pero no sabés lo que significó salir a la cancha todos los domingos. La gente iba a verme con cierto grado de expectativas. Yo venía de Ferro, de estar muy cerca de primera. Se sentía la presión. Para colmo, yo andaba muy mal. Me pasaban por todos lados, por arriba o por abajo. Este... Es una forma de decir, tan bagre no era, pero no respondía para nada. Entonces empecé a escuchar los comentarios. “¡Este estuvo en Ferro!”. “Claro, como no lo van a mandar de vuelta”. Y así, como esos un montón, cientos, miles. Pero qué sabían lo que me estaba pasando. Había días enteros que me la pasaba encerrado en la pieza de mi casa llorando. No era fácil asimilar todo lo eso... El fracaso. Hasta que un día dije “se van todos a la mierda. Si hay plata arreglo, aunque puteen a toda mi familia”. Vino un club de la región y ahí fui. Después otro. Con la plata me compré cosas para ir haciéndome la casita, ya había empezado a salir con una piba, que ahora es mí señora, y las cosas empezaron a mejorar. Conseguí trabajo. Ahora tenemos una pibita, es preciosa, tiene meses nomás. Es como que me olvidé de todo eso que pasé. Empecé a vivir de nuevo. Porque si hubo algo bueno en todo esto es que aprendí a querer a las personas tal como son, con sus virtudes y defectos. Hubo muchos que eran muy amigos, amigazos, mientras yo estaba en Buenos Aires. Cada vez que venía los tenía a mi alrededor, me preguntaban cosas, charlábamos mucho, incluso estaban aquellos con los que cenábamos todas las noches juntos. Pero cuando volví ya no me daban la misma bola que antes, era un “Hola, que tal”, seco, cortante y al pasar. Entonces la cabeza empezaba a funcionar a mil y se preguntaba si esos tipos alguna vez te habían valorado como persona. Me sentía usado. Me acordaba cuando se despedían de mí y le mandaban saludos a los que estaban en Buenos Aires. ¿Sabés para qué? Para tener presencia ellos, te usaban para estar en contacto. “Dale saludos a tal”, “No te olvidés de decirle a fulano que le mando saludos” o sino iban para allí y te ponían como carta de presentación, “Víctor me dijo tal cosa”, entonces empezaban un diálogo con un tipo que de otra manera no les habría dado ni cinco de pelotas, a lo sumo les podría haber firmado un autógrafo, nada más. Ahora lo entiendo a Ballas. Yo no llegué a ningún lado, pero él sí, fue campeón del mundo, tuvo fama, dinero y ahora anda en una motito. Muchos se le cagan de risa cuando lo ven pasar, pero yo no. Yo lo admiro. Se lo ve auténtico, disfrutando la vida que armó después de todo eso. Lo entiendo, como no lo voy a entender, si yo también lo pasé. A veces tengo ganas de llamarlo y sacarme una foto con él. Me da vergüenza. No sé. Quizás algún día me anime. ¿El fútbol? Bien gracias. Voy los sábados a jugar en el comercial, pero mucho no me gusta tampoco, porque dicen que es para hacer deportes nada más, pero hay unos nenes que meten como si estuvieran jugando la final del mundo. Voy por compromiso. Por eso voy a veces nomás. Tengo ganas de divertirme adentro de una cancha, ya sufrí mucho. Así que le hago a la bocha los jueves por la noche con un grupo de amigos, tenemos reservada una cancha y ahí nos juntamos como lo hacíamos antes, cuando éramos chicos. No perdimos esa mágico funcionamiento que habíamos logrado en Argentino, cuando salimos campeones invictos y choreando. Creo que si nos pusieran a todos adentro de una misma cancha, les pintamos la cara a más de uno. ¡Bah! Es una forma de decir, porque algunos tienen panzita y otros directamente panza. Yo no. No perdí la costumbre de salir a correr, de hacer ejercicios, es saludable, además, voy dos veces por semana al gimnasio. Trato de sentirme en forma, me ayuda en muchas cosas, sobretodo porque me pone de buen humor, que ayuda en el trabajo y en casa. Después miro mucho fútbol por televisión, me gusta... ¡Uy! Ahí viene mi señora con la nena. Mozo, me cobra los dos cortados. Dejá. Yo invito, me vino bien charlar un rato sobre todas estas cosas. Nos juntamos otro día y te cuento todas las anécdotas que tengo. Chau. Suerte.

(Un inmenso Gracias! a Marcelo Carlos Zona por su generosidad al enviarme este cuento para subirlo al blog y compartirlo con todos ustedes)

1 comentario:

Hilmar dijo...

Marcelo. No se si tu cuento está basado en hechos reales, o simplemente es un ejercicio de imaginación. En cualquier caso, me gustó y me emocionó mucho. Soy amante del fútbol e hincha furioso de Ferro de toda la vida y se que las cosas son como las relatás. Tengo dos cuentos subidos a este blog, gracias a la gentileza de Montanari, relacionados con el tuyo. Uno, por Ferro, el otro por las ingratitudes del fútbol. O de la vida. Un abrazo.
Hilmar Paz