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El fútbol en clave de horror


El 24 de Marzo de 1976 una Junta de Comandantes asumió el poder tras la destitución de Isabel Perón. A partir de ese momento se sucedieron secuestros, desapariciones y prohibiciones. Con el dictador Jorge Rafael Videla a la cabeza, los ideólogos del nuevo gobierno se encargaron de utilizar al deporte para disimular la tremenda realidad que azotaba al país. Este es un somero racconto de hechos recogidos por el periodista Ariel Scher.

Eran las primeras horas de la dictadura. Ya habían pasado 22 comunicados en los que se prohibía toda actividad política y sindical. El número 23 fue el primero en permitir algo: la televisación en directo del partido que la selección de fútbol tenía que disputar en Chorzow frente a Polonia. Quizás sea esa la imagen más clara de cómo los militares se propusieron utilizar al deporte, copiando lo que Hitler había hecho en 1936 con los Juegos Olímpicos.

Ni azar ni leve intencionalidad ni tema menor, el deporte, y en especial el fútbol, fue objeto de la atención sistemática del régimen autocrático que se había instalado en el poder. Estigma de los estigmas de la época, el Mundial de 1978 representó un objetivo estratégico en la pretensión de los militares para afincarse largamente en ese sitio. Hicieron todo bien: apenas asumieron confirmaron que la Argentina sería sede del torneo; poco después le pagaron 500 mil dólares a una consultora estadounidense para que les ayudara a modelar su imagen política alrededor del campeonato; más adelante, llevaron los gastos organizativos de los 70 millones previstos a casi 700 según la evaluación del propio secretario de Hacienda, Juan Aleman y al final, cuando la Selección se consagró campeona, desplegaron una retórica apabullante con la que aspiraron demostrar que la combinación entre el éxito deportivo y el supuesto éxito organizativo daba origen a otro país, triunfal y sin contradicciones.

Nunca en la intensa historia que signa el vínculo entre política y fútbol en la Argentina un gobierno avanzó tanto con la intención de que la pelota jugara en su provecho. Pero se trataba de una era en la que todo parecía posible desde la perspectiva que ofrecían los tronos de los represores. Hace algún tiempo, el periodista Ezequiel Fernández Moores sintetizó lo que había ocurrido: "Fueron años en que la política abusó del deporte. Años de Kempes, el Matador. Años de Videla, el asesino".

Fútbol sí, letras no

La cuenta regresiva para el Mundial de los días del espanto estaba clavada exactamente en un año. Era el 1 de Junio de 1977 y uno de todos los horrores que fracturaban las calles arrancaba de un colegio a Roberto Santoro para volverlo un desaparecido. Poeta y periodista, hincha de Racing, había publicado en 1971 su maravillosa "Literatura de la pelota", un libro que combina los textos que en la Argentina hicieron eje en el fútbol. Santoro sabía encontrar música de gol en las palabras de los escritores y también conocía el secreto arte que distingue la voz de las hinchadas. Al mismo tiempo, no ocultaba su voluntad de que la realidad soplara hacia un punto cardinal más justo y vivía haciendo fuerza para empujar esos vientos. Santoro, con sus libros y sus vocaciones, su poesía y su pasión de fútbol, su desaparición y su memoria, es un símbolo potente y doloroso de la relación que signó al deporte con la última dictadura militar.

El arco de la libertad

Entre las mugres que hacían un infierno de la Mansión Seré, el centro clandestino de detenciones que la Aeronáutica regenteaba en Castelar, una siempre se adosaba al cuerpo de Claudio Tamburrini, arquero de Almagro hasta que un comando militar lo secuestró el 23 de noviembre de 1977. "¿Quién es arquero acá?", interrogaban hombres que no eran hombres. "Yo", contestaba Tamburrini que, futbolista al fin, en las noches miserables todavía se soñaba volando de un palo a otro. "Entonces atajate ésta", le contestaban, y lo molían a trompadas.

Tamburrini logró sobrevivir porque el día del segundo cumpleaños de la dictadura aprovechó, junto a tres compañeros, la bendición de un tornillo flojo y, desnudo, esposado y rapado, se escapó de la Mansión Seré a través de una ventana. Se radicó en Suecia, donde aún reside y enseña filosofía. Veintiún años después de su fuga, regresó una mañana a la cancha de Almagro. "Esto fue lo que más miré", confesó. Lo que más miraba era un arco.

Los dueños de la pelota

La AFA fue una joya velozmente codiciada. En 1976, el presidente de la institución era David Bracutto, también titular de Huracán y médico de la Unión Obrera Metalúrgica. Los militares lo desplazaron del cargo y ubicaron en su lugar, mediante una "elección", al abogado Alfredo Cantilo. A diferencia de los golpes de estado de 1955 y 1966, la AFA no fue intervenida: por delante estaba el Mundial 78 y la FIFA, que suele desentenderse de la condición política de los países donde organiza torneos, tiene como requerimiento que sus afiliadas posean autonomía. Si hubo intervención en la Confederación Argentina de Deportes y en otras federaciones. Era una determinación casi deportiva: la dictadura trataba de jugar en todas las canchas.

El rostro militar del fútbol fue el marino Carlos Lacoste, vicepresidente del Ente Autárquico Mundial 78, el organismo que manejó ese campeonato y que nunca presentó su balance definitivo. También fue ministro de acción social, breve jefe del Estado argentino entre las presidencias de Roberto Viola y Leopoldo Galtieri, y vicepresidente de la FIFA hasta los días iniciales de la democracia. Aunque las presiones políticas lo hicieron dimitir, Lacoste siguió siendo un invitado recurrente a las reuniones de la FIFA, como consecuencia de su amistad con el brasileño Joao Havelange, alguien que en 1978 declaró entre elogios que: "Por fin el mundo pudo ver la verdadera imagen de la Argentina".

Pariente de Videla y de Galtieri, Lacoste sostuvo que "el Mundial terminó con el subdesarrollo mental de los argentinos". Luego, influyó fuerte en River Plate, un club que hasta 1996 mantuvo como socios a los líderes de la dictadura. Argentinos Juniors recién le quitó ese privilegio en 1999 a Carlos Suárez Mason, encumbradísimo jerarca militar de esos años, juzgado y condenado en primera instancia en Italia por varios casos de violación a los derechos humanos, entre ellos el de Norberto Morresi, hermano del ex futbolista Claudio Morresi.

Julio César Santuccione fue el hombre de la Fuerza Aérea en la AFA. Se desempeñó como secretario del Tribunal de Disciplina en 1979 y 1980. Esas atribuciones en el terreno de la disciplina suenan paradójicas, teniendo en cuenta que Santuccione encabezó la durísima policía de Mendoza en las jornadas de la mayor barbarie. Él, como varios de sus pares, encontró un sitio cerca de la pelota. Por entonces, los amos de la vida y de la muerte, también eran los amos del fútbol.

El veredicto de la memoria

Una y otra vez, la radio estallaba con un mensaje unívoco. Era este: "Los argentinos somos derechos y humanos", según reza uno de los slogans de la época. Era una mañana de viernes, de Septiembre y de 1979, con dos sentimientos hondos confluyendo en la Plaza de Mayo. Uno era la esencia del fútbol: la fantástica Selección juvenil en la que brillaban Diego Maradona y Ramón Díaz acababa de ganar el campeonato mundial de su categoría en Japón. Otro era la esencia del sufrimiento: los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado acudían al lugar porque miembros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA estaban en el país investigando denuncias sobre los horrores argentinos.

Los servidores del Régimen instalados en los medios de comunicación convocaron a la gente a la Plaza para "demostrarle a esos señores que los argentinos no tenemos nada que ocultar". La dictadura necesitaba una ayuda. El fútbol, según la concepción de los dueños de la época, siempre podía dar una mano. A 30 años del golpe militar, la memoria puede llamarse Roberto Santoro o puede llevar otros 30 mil nombres. Y hace lo inevitable, lo imprescindible. La memoria vive como testimonio, como mensaje, como reclamo, como bronca, como esperanza, como protesta. Y nadie lo puede evitar.

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