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Historias de un abuelo (Fátima Zulátegui - España)

 

Sevilla, 2 de Febrero de 1937.

Estaba más triste que nunca. Con un frío que superaba al abrigo y se calaba en los huesos, yo corría entre caras pálidas, pobreza y hambre.
La ciudad había perdido su color, estaba bañada de un gris apagado que expulsaba desdichas gritando que cualquier tiempo pasado, fue mejor.
Yo, soldado de las tropas nacionalistas no por devoción, me dirigía a la calle Francos número 6 a la búsqueda de un chivatazo. Decían que en aquella casa se estaba fabricando propaganda republicana y teníamos orden de búsqueda, captura y muerte.
Una mujer me observaba por la calle pidiendo ayuda con los ojos, mostrando el cuerpo de su hijo desnudo tiritando y agarrado a su madre sin entender nada, sólo lloraba.
Sólo lloraba.
La casa era un edificio de tres plantas, subí las escaleras corriendo, como si estuviera huyendo de la conciencia que tanto me atormentaba…
Mi general me dio orden de tirar la puerta abajo.
A pesar del silencio requerido intenté hacer todo el ruido posible para que notaran nuestra presencia. No quería manchar mis manos de nuevo por algo que ni yo entendía.

A mi padre no le habían dejado elegir. Teníamos una tienda; una acogedora panadería en la calle Pureza, rozando a la iglesia de mi Esperanza. La Virgen a la que no me volvería atrever a mirar a la cara. A la que tanto me había llevado mi padre, y yo tanto me había enamorado. No tenía valor para volver y que viera en lo que me convertido.
Un asesino.

La puerta cayó como mi alma caía en picado en el reino de Hades.
Había mucha gente en la casa; dos o tres familias. Se oían gritos desesperados, gritos de muerte, llantos de pérdida, angustia, mucha angustia.
Nos desplegamos según las instrucciones. Yo me dirigí a una habitación. La puerta crujía y una bruma de polvo me nubló la vista.
En el centro, una cama cubierta de una manta azul y bajo la luz de la ventana una mesa corroída con lápices de colores desparramados. Era el cuarto de un niño.
Mis pasos respiraban venganza y mi corazón mostraba vergüenza. Sentía el hastío de mi respiración, vaga, confusa y turbia martilleando mi alma que cada vez pesaba más.

Miré detrás de la puerta, nada. Debajo de la cama, nada. Estaba vacía.
Me di la vuelta y pobre de mi oído cuando oyó un sonido de terror cautivo dentro del armario. Detrás de esa puerta había alguien. Me acerqué a ella rezando… por no encontrarme a nadie dentro.
Inocente de mí.
Allí, empotrados contra la pared, me encontré con cuatro ojos mirándome entregados al miedo, rojos de horror aguantado la mínima lágrima que pudiera hacer ruido.
Un padre aguantaba a su hijo delante de él, silenciándole la boca.
Tuve un diálogo con su alma. Me pedía piedad, me pedía vivir, me pedía que dejara seguir respirando a lo que más quería.
Su hijo miraba hacia arriba inmóvil, con esos ojos.
Qué ojos.
Azules intensos, dando luz a tanta oscuridad. Plenos de inocencia, de asombro, de miedo, de comprender nada. Sólo comprendía que tenía miedo.
Agarrando a su padre como si la misma vida fuese, en su mano tenía un cuaderno y en la otra un lápiz rojo. No le había dejado su padre ni dejarlo en la mesa.

No pude evitar mirar el dibujo. Un escudo.
Al mirarlo sentí mi corazón arder de melancolía… mi memoria me había alcanzado.
Me vino a la mente imágenes de mi niñez, de mi padre, cuando entre cliente y cliente me decía: Jesús, tiene once, once barras…
Sentí una tarde de domingo, sentí ese sol abrasador acariciando mi piel. Sentí un grito, un abrazo, un gol, un “uy”, un vamos, un sentimiento, un equipo, mi equipo.
Sentí los colores de Sevilla. Sentí de nuevo felicidad, amor, cariño. Sentí a mi Esperanza haciéndome soñar con esos ojos marrones penetrantes rogándome valentía.

Los pasos firmes del pasillo me hicieron regresar a la realidad.
Miré al padre y me leyó la mirada. No pudo reprimirse y la lágrima más pura de agradecimiento se escapó.
Miré al niño, al escudo y cerré la puerta.
Una voz fría como el hielo me hizo girarme: ¡Gutiérrez! ¿Hay alguno aquí?
“No señor, no hay nadie”

—–o—–

Pasó tiempo, mucho tiempo hasta que el sol volviese a pasearse por aquí. Ya entonces Sevilla volvía a ser Sevilla. El azahar se encargaba de perfumarla cada día, el río la acompañaba y la Giralda la vigilaba. Yo, sin molestarla, la observaba. Se estaba poniendo guapa.
Había derbi.

Cogí mi bandera casi tan vieja como yo y con mi nieto, nos fuimos los tres a soñar.
El respirar de mi pecho jadeante, ahincando el paso con el cuerpo hacia delante, vencido y apoyado sobre un bastón notaba como los años no pasan en balde.
Le mandé a comprar un paquete de pipas mientras yo iba adelantando. Poco duraría mi equilibrio al venir un muchacho tocándome lo justo para perderlo. Ya me veía yo viendo mi derbi vestido de marrón cuando unos brazos me agarraron con fuerza. Agradecido, me di la vuelta cuando…

...esos ojos...

Eran esos ojos, los que nunca olvidé, esos ojos azules como el mar, a los que un día les regalé vida.
Él, ignorante, me sonreía ante mi mirada asombrada de saber que le había vuelto a encontrar. Y sin buscarlo.
No supo que era yo, pero yo sí sé quién era él y acariciándole el brazo sin dejar de ver esos ojos intactos al tiempo comprendí todo lo que había regalado aquel 2 de Febrero de 1937.

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2 comentarios:

Pablo Faliti dijo...

Fatima me parecio excelente tu cuento. Soy de Argentina, me llamo Panñlo Faliti y soy periodista deportivo, tengo un programa de radio en el que leo cuentosde futbol, y este, si vos me autorizas, será el primero de mi próximo programa. Te felicito y ojala siga esto de escribir, es algo hermoso, yo debes en cuando algo escribo.

Saludos desde Argentina. pablo Faliti

Anónimo dijo...

Pablo, en relación a este cuento, por favor comunicate conmigo a contacto@cuentosdelapelota.com.ar
Gracias!