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Recibió una pelota incomodísima en el medio del campo, y de espaldas a la portería. Giró, arrancó y se metió en un montón de líos de los que fue saliendo perfectamente. Yo venía acompañando a la altura del segundo palo, como si fuera un travelling de televisión. Diego asegura que intentó pasarme la pelota varias veces, pero siempre encontraba un obstáculo que lo obligaba a cambiar de idea. Menos mal. Yo estaba deslumbrado y creía imposible (aún me lo parece) que en medio de todos esos problemas hubiera pensado en mi. Si me hubiera pasado la pelota como, según parece, estaba establecido en el Plan A, yo la hubiese agarrado con la mano y aplaudido. ¿Se imaginan? Pero no nos engañemos, estoy convencido de que Diego nunca estuvo dispuesto a soltar ese balón. A lo largo de esos diez segundos y diez toques, cambió de idea cientos de veces porque así es como funciona la cabeza de un genio en acción. Lo que Maradona estaba haciendo era materializar el sueño futbolístico de los argentinos, que amamos la pelota más que el juego y, que por esa razón, la gambeta vale más que el pase. Cuando la pelota entró en el arco supe, al instante, que estábamos en el momento de una gran celebración: Maradona acababa de ponerse la corona de Pelé. Consciente del tiempo histórico que estaba viviendo, hice algo que la humanidad todavía no reconoció. Yo, señoras y señores, saqué del arco la pelota que Maradona había metido.

(JORGE VALDANO, ex jugador y entrenador argentino, espectador de lujo de aquel mítico gol de Maradona en México ’86)

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